viernes, 23 de abril de 2010

La apelación y una aproximación a su historia

“Yo Fulan sintiendome por agraviado de la sentencia
que diste vos don fulan contra mi por tal home mi
contendor sobre tal cosa, nombrandola señaladamente,
alzome al rey ó á los judgadores que han de oir las
alzadas por su mandato, et pido que me dedes vuestra
carta para él, et el traslado de la sentencia et de las
actas del pleyto como pasaron ante vos.”. (Conf. Partida III Ley XXII)

INTRODUCCIÓN

El recurso de apelación  es para nosotros hoy, en un sentido ámplio, un remedio procesal que concede un determinado ordenamiento jurídico, a efectos de que un órgano inmediato superior, revea una determinada decisión judicial.
El mismo consiste en otorgar a alguno de los litigantes, la posibilidad de obtener de un magistrado superior, al que ha sentenciado, la revisión de lo resuelto en un caso particular.
Dicho recurso presupone en principio, la existencia una contienda judicial y en segundo término, la existencia de diferentes jerarquías de juzgadores o instancias judiciales, lo cual, en un primer acercamiento, nos puede parecer como una característica propia de un sistema moderno de administración de justicia, dado que el mismo se encuentra directamente ligado por un lado a la garantías del debido proceso y por el otro, a la doble instancia judicial.
En consecuencia, el mismo no presupone una revisión o reconsideración de lo resuelto por el magistrado “a quo”, si no, muy por el contrario, un nuevo entendimiento, pero de parte de un superior jerárquico de éste, limitado a los supuestos agravios causados al litigante.
Pero a lo largo de la historia ha cambiado el sentido que hoy en día tiene la apelación, independientemente de entenderse que únicamente desde el punto de vista de los efectos buscados mediante su interposición, reconocemos que nos encontramos frente al mismo instituto.
En el presente trabajo nos aproximaremos desde un punto de vista netamente teórico, a los antecedentes romanos en la materia, así como el Derecho Romano bárbaro del Liber Iudiciorum, las Partidas de Alfonso el Sabio y finalmente el Derecho Castellano Indiano.

ANTECEDENTES ROMANOS

Ni el antiguo derecho romano de las acciones de la ley, ni el derecho per formulam conocieron la posibilidad de atacar un decisorio, y ello, debido a que la sentencia del juez detentaba el carácter de “res iudicata”, o de cosa juzgada.
La sentencia era el último acto del procedimiento, que ponía fin a la contienda judicial, ya sea resolviendo la cuestión debatida a favor de uno o de otro litigante, de manera tal que: “si paret ... comdemna, si not paret absolve”, entendiéndose esto de manera que si determinado hecho jurídico resulta probado, procede la condena, y en caso contrario, la absolución.
La “res iudicata”, implicaba entonces que una determinada sentencia judicial, se encontraba firme e inimpugnable, en el sentido que importaba una verdad legal y definitiva, que ponía fin al litigio, de manera tal que al propio decir de los romanos: “res iudicata pro veritate habetur”.
En el procedimiento romano, el “iudex” era elegido por los propios litigantes, y la falta de recursos contra su decisión, radicaba también en el carácter arbitral que van a detentar los juicios del período, y como tal la propia decisión.
Bajo este sistema esbozado, la “sententia” romana, de carácter irrecurrible, poseía un valor de interés público, que superaba sin lugar a dudas, el valor del interés particular de los propios litigantes, y que justamente por ello, como se ha dicho, la volvía inatacable.
Este era entonces el panorama frente al veredicto judicial, en los juicio del “ordo iudiciorum privatorum’’.

LA “APPELLATIO” ROMANA

Como señalan los autores, por vía indirecta se pudo revisar la sentencia, de modo tal de lograr los efectos, que más adelante produciría derechamente la apelación.
El procedimiento romano reseñado en el punto anterior, carecía en gran medida de la participación del poder público, pero en el procedimiento cognitorio, o mejor dicho, en el de la “cognitio extra ordinem”, ocurrirá todo lo contrario.
Así las cosas, el derecho procesal dejará de ser un asunto privado, para convertirse en un asunto público, incumbiendo al Estado la administración de justicia.
Será un delegado del mismo emperador, quien participará en el “iudicium”, en el carácter de funcionario público dominando en lo sucesivo toda la actividad judicial.
En esta inteligencia, este nuevo tipo de procedimiento judicial, se desarrollará más allá del “ordo iudiciorum privatorum’’.
Nos encontramos entonces frente a un sistema que nacido en el período del derecho clásico y desarrollado en Roma, recién en el período postclásico; terminaría constituyendo el régimen procesal propio del derecho romano justinianeo, el mismo que sería recepcionado luego, en gran parte, en las partidas Alfonsinas.
En rigor de verdad, debemos decir también que durante mucho tiempo convivieron por un lado el procedimiento formulario y el procedimiento cognitorio, hasta que el primero fue suprimido oficialmente por una constitución emanada del emperador Constancio en el año 342 d. C..
Teniendo en especial cuenta el tema tratado en el presente, diremos que al amparo de este nuevo sistema procesal, la sentencia del juez adquirió el carácter de orden de autoridad pública y no de mera decisión arbitral.
Desde los efectos propios de las sentencias, como decisión judicial, seguirían compartiendo el mismo carácter de cosa juzgada, que ya poseían las anteriores sentencias del “ordo iudiciorum privatorum’’.

LAS FORMALIDADES:
Entre los romanos por escrito se dictaban las decisiones del juez y también se distinguían aquellas manifestaciones que ponían fin al litigio (definitiva sententia) de aquellas que hoy consideraríamos de mero trámite (interlocutiones).
El juzgador ya no se limitara solamente a la parte resolutiva del conflicto, si no, por el contrario, deberá fundar lo que ha resuelto, y pronunciarse además expresamente sobre el obligado al pago de los gastos causídicos del proceso.
Y es bajo este tipo de procedimientos, que se incorpora frente a las sentencias del juzgador, el recurso de apelación, ante un magistrado superior, para llegar en última instancia hasta el emperador mismo ( ).
Ahora bien, bajo este sistema se admitirá como regla general la “appellatio”, de la sentencia definitiva, del sentenciante a quo, ante un funcionario de rango superior, fundado en el principio de superioridad jerárquica entre órganos del Estado Imperial Romano.
El sentido del recurso de apelación, tendrá como fuente primordial el derecho natural de acudir ante la máxima magistratura frente a una decisión de un órgano inferior, que actuando por delegación ha resuelto un determinado conflicto.
Es interesante destacar que el fenómeno de la recurribilidad de la sentencia, evoluciona indirectamente desde el punto de vista político, con el arribo del imperio, en el 27 a. C. y va unida al advenimiento de los propios cesares.
El segundo aspecto a tener en cuenta y que también se encuentra ligado a la apelación es el eminentemente social, nótese que el derecho de las acciones o formulario, era un derecho procesal exclusivo de ciudadanos romanos de carácter personal y privado, en tanto que el derecho cognitorio será un derecho también para los ciudadanos romanos, pero de carácter territorial y público, dado que la ciudadanía romana fue otorgada mediante una Constitución Imperial en el año 212 por el Emperador Caracalla, a todos los habitantes del vasto imperio romano.
Bajo una nueva estructura gubernamental, ya en el bajo imperio o también llamado dominado, descollará la figura de un Emperador de cuño divino, única fuente de justicia de carácter providencial.

FUENTES POSTERIORES AL IMPERIO ROMANO
La caída del Imperio de Occidente en el año 476 dio origen a una desfragmentación del antiguo territorio romano, el cual quedará finalmente en manos de los pueblos bárbaros, quienes desde el punto de vista estrictamente jurídico, dejará como saldo la aparición de las “Leges romanae barbarorum”, así como la vuelta al sistema denominado por algunos autores, como de la personalidad de la ley, de manera tal que los invasores conservaban en los territorios ocupados, sus leyes y costumbres, en tanto que permitían a los romanos continuaran rigiéndose por sus propias normas, sistema opuesto al principio de territorialidad, característico del derecho romano, desde la organización imperial, en particular como se ha dicho, desde el año 212 d.C..
Estas compilaciones fueron una importante fuente de derecho (en su gran mayoría de cuño romano)( ), destacándose la “Lex Romana Wisigothorum” ó Brevario de Alarico o de Aniano, aplicado en las península ibérica y en las Galias, únicamente para los ciudadanos de origen visigodo, la “Lex Romana burgundiorum o Pappiani Responsa”, promulgado para el pueblo borgoñón, que ocupaba la Galia Oriental, y también el “Edictum Theodorici”, para los ostrogodos que ocupaban la península itálica.
Pero sin lugar a dudas la obra cumbre de origen romano-bárbara es el “Liber Iudiciorum”, promulgado en el año 645 y en forma definitiva en el año 681, por el Rey Recesvinto, aplicable a todos los habitantes de la península ibérica por igual, complementado con la labor de los llamados Concilios Toledanos.

APELACION ENTRE LOS VISIGODOS
Como señala Jesús Lalinde Abadía:  “La cognición extraordinaria (cognitio extra ordinem) del Bajo Imperio pervive bajo el dominio godo en los siglos V a VIII, especialmente con el Derecho recopilado. El proceso sigue teniendo naturaleza substantiva, considerándose el ordenamiento represivo como un sistema de juicios de la misma forma que entre los romanos había sido un sistema de acciones. Se trata de un procedimiento público, sobre todo tal como aparece en el << Liber Iudicum>>...”.
El mismo autor manifiesta seguidamente que: “El órgano jurisdiccional sigue siendo de juez único, de naturaleza política y jerarquizado. Al frente de la jerarquía judicial se encuentra en Rey, como entre los romanos se encontraba Emperador, y es el que designa a los restantes jueces...”.
Entre los romanos, la instancia había sido única, vale decir que el Emperador entendía en los pleitos en única instancia o por vía de apelación, con carácter apropiadamente devolutivo, en razón de haberse producido una delegación a favor de otros juzgadores de menor rango, por cuestiones meramente prácticas.
Este sistema presupone entonces en primer termino, la existencia de una unidad territorial de proporciones considerables y la existencia de un entramado burocrático que juzga, pero en nombre de la máxima magistratura, el Rey visigodo.
Destaca además el autor apuntado que: “El juez se ha de limitar en la sentencia a aplicar la ley, absteniéndose de decidir si no se contiene nada en ella para recurrir entonces al Rey como en Roma se ha recurrido al Emperador, con envío de las partes, de forma que la decisión del Rey se inserta después en la Leyes.”.
Pero es de destacar que bajo este sistema clásico de juzgamiento, pervive también la “res iudicata” romana devenida a mi entender, en “albedríos”, ya sea como sentencias o fazañas, provenientes de “jueces compromisarios”, elegidos por los propios litigantes.
Nótese que respecto a lo dicho en el párrafo precedente, nos encontramos frente a la vuelta al primigenio sistema romano, de jueces arbitrales y privados, que administraban justicia, al margen del aparato estatal.
Al respecto, D. Francisco Martínez Marina escribió en el siglo XIX que: “Las leyes góticas otorgaron á los litigantes facultad de nombrar jueces árbitros, comprometiéndose á estar á lo que éstos jueces de aveniencia determinasen. En castilla se adoptó este método, y se convirtió en uso y costumbre...”
Y en razón de ello, podemos afirmar en un marco netamente teórico, claro está, que ambos sistemas romanos subsistieron y convivieron durante el período que estamos tratando.

“LAS ALZADAS EN LAS PARTIDAS”
Para abordar el tema de la apelación, resulta fundamental situarse en primer término en la Tercer Partida de Alfonso el sabio.
Esta obra nos recuerda en torno a la administración de justicia que: “Justicia es una de las cosas por que mejor ‘et más endereszadamente se mantiene el mundo...”.
Ahora bien, en primer lugar esta obra que ha nacido al amparo de la Recopilación Romano Justinianea, y que reconoce entre sus compiladores, una influencia proveniente del Digesto, del Código y de algunas Decretales fundamentalmente, de ningún modo resultará ajena al derecho romano reseñado en el presente, debiéndose adicionar, como se ha dicho, las claras influencias del derecho canónico clásico, que exceden por demás el quicio de este trabajo.
Asimismo, suele destacarse también que en materia procesal, esta obra vino por un lado a ordenar las leyes rituales y por otro, arrojar algo de luz, al entramado de normas municipales, pero destacándose a todo momento la influencia tributaria del derecho romano, que sin lugar a dudas resultará evidentemente, un tanto extraña a la tradición castellana.
Pero considero oportuno efectuar la siguiente salvedad, si bien el Leyes Romano Bárbaras y las Partidas reconocen la fuente romana precitada, la fuente de las partidas propiamente dicha, es el derecho romano clásico, integrado fundamentalmente por la obra de los autores, en tanto que el derecho romano bárbaro, nutre su derecho en las fuentes del bajo imperio o dominado, propio de los Códigos.
Ahora bien, de vuelta al tema que nos ocupa, el Título XXIII de la Partida Tercera se refiere a las “alzadas que facen las partes quando se tienen por agraviados de los juicios que dan contar ellos”.
La ley I de dicho título presenta “las alzadas”, como la querella que alguna de las partes litigantes, interpone, agraviada por una resolución, para que un juez mayor (en un marco netamente teórico el mismo Rey) enmiende el yerro cometido por el sentenciante.
Esto debe naturalmente entenderse como el derecho que asiste a determinado tipo de personas de requerir al Superior la revisión de una determinada sentencia (y por tipificación, también a quienes no les asiste dicho derecho).
Como señala el Dr. Abelardo Levaggi: “Con relación a la naturaleza jurídica de la institución, tanto los autores tradicionales como los modernos sostienen en su mayoría que se trata de un derecho natural.”
“De origen canónico sería la idea de que procede del derecho natural a la justa defensa de los derechos subjetivos.”.
La Ley XVII, establece como límite a la alzada, la decisión de determinados jueces: “...Mas si emperador ó rey diese juicio, non se puede ninguno de alzar; et esto es por dos razones: la una porque ellos no han mayorales sobre si quanto es en las cosas temporales; la segunda porque ellos son amadores de justicia et de verdat, et han siempre consigo sabidores de derecho en su corte, por que todo home debe sospechar que sus juicios son derechureros et complidos...”.
Esto también se aplicaba en principio también al adelantado mayor de la corte del Rey, salvo que fuese notoria su enemistad con alguna de las partes litigantes.
Respecto a la forma de la alzada la Ley XVIII, manifiesta que agraviándose una de las partes debe recurrirse en lo posible a un juez superior o de grado mayor (mayoral) que aquel que ha sentenciado, con carácter previo al mismo rey.
Así las cosas, el sistema establece en favor de las partes (lato sensu, como se verá más adelante) un mecanismo, fundado en el agravio sufrido, mediante la interposición de apelaciones sucesivas, la recorrida sobre el andamiaje burocrático señorial y/o real, hasta llegar al propio rey.
Destacándose que no resulta necesaria la concesión del recurso por parte del juez inferior, solamente su debida interposición.
“Et quandol diere el escripto débelo leer ante el juez si lo quisiere oir, ó le fallare en logar que lo pueda facer: et si nol fallare ó se recelare dél, temiéndose quel querra facer mal ó deshonra porque se alza de su sentencia, débelo leer publicamente ante homes bonos, faciendo afurenta dello como se alza de aquel juicio.”.
Dos son los meses previstos para proseguir el trámite de apelación (Cuando el sentenciante no ha previsto otro plazo), esto implica que si pasado este lapso, sin que el agraviado hubiera dado trámite a su apelación, entonces la sentencia que ataca, quedara irremediablemente firme.
“Seguir debe el alzada la parte que la tomare al plazo quel posiere el judgador; et si por aventura el juez nol posiese plazo a que la siguiese, mandamos que sea tenido el que se alzo de seguir el alzada fasta dos meses; et si en este tiempo non la siguiere, finque el juicio de que se agravió por firme...”.
Dentro de las particularidades que el sistema establece, encontramos que los dos meses precitados deben ser en días corridos y dos son las veces que el litigante puede apelar en un mismo juicio, si el Superior confirma los pronunciamiento que le son adversos, salvo que tengan buena acogida ante el superior, alguno de los agravios vertidos por el apelante, ya sea en una u otra apelación.
“...Mas si por aventura el juez del alzada revocase los dos juicios primeros diciendo que non fueran dados derechamente, entonces bien se puede alzar la parte contra quien revocase los juicios.”.
Si el agravio alcanza a un tercero que se siente vinculado por los efectos de una determinada sentencia, también podrá alzarse, en razón de lo que llamaríamos hoy un interés legítimo o como se decía en la época: simplemente por piedad.
En los supuestos de litisconsorcio necesario, la ley V, establece que los beneficios de aquel que se ha alzado y ha resultado victorioso, alcanzan también a aquellos compañeros que junto a él, se encuentran unidos “comunalmente”, por determinada relación jurídica.
También por razones de parentesco, la ley VI establece en torno a “tomar alzada” que: “Pariente e aquel contra quien es dado juicio en pleyto de justicia de sangre, bien se puede alzar por el por razón del parentesco...”, fundando dicha permisividad en razones de linaje y de honor familiar.
Otro de los limites al acto de apelar, lo marca la Ley IX, la cual se refiere al estado de rebeldía de un determinado sujeto, quien al momento de ser emplazado a derecho por el Juzgador, se ha mostrado desobediente.
También la Ley X y la XI establecen que se encuentra habilitado a apelar, aquel que marchándose habiendo dejado personero a fin de que atienda a sus derechos, no se ha alzado en juicio, ya sea por ejemplo por negligencia del personero, o porque este último ha fallecido, al momento de oírse la sentencia, permitiéndose de esa manera que el que ha vuelto, pueda alzarse por el agravio judicial, en defensa de su derecho, pero eso si, dentro de un plazo perentorio y fatal de diez días.
La Ley XIII establece sobre el tipo de procesos en que puede alzarse la parte y en cuales no, y es de destacar que se desprenden además de la misma norma, una serie de consideraciones, que hoy nos resultan por demás usuales en la práctica forense, tales como:
• La existencia necesaria de un agravio sufrido por la parte: (...se puede alzar qualquier que se toviere por agraviado del; más de otro mandamiento ó juicio que ficiese el judgador andando por el pleyto...), (...tovieron por bien los sabios que establescieron los derechos de las leyes, que ninguno no se podiese alzar maguer se toviese por agraviado dél ).
• La existencia de una sentencia definitiva y no una mera sentencia o providencia interlocutoria, fundándose esto en principios de economía procesal y lógica procedimental, a fin de requerir todo de una vez y al final del proceso: (...ante que diese sentencia definitiva sobre el principal, non se puede nin debe ninguno alzar...), (... para poder mostrar ante juez del alzada todos los agravamientos que rescebio en el pleyto del primero juez...).
• La presencia de un agravio real, existente al momento del dictado de la sentencia y fundamentalmente que no pueda luego ser enmendado por los actos propios del proceso: (...si mandase facer alguna cosa torticeramente que fuese de tal natura que seyendo acabada no se podrie despues ligeramente enmendar á menos de grant daño o de grant vergueza de aquel que se toviere por agraviado della...).
La Ley XIV, destaca que una parte puede agraviarse tanto sea por una parte de la sentencia o por el todo:
“... et el judgador le diese en las unas por quito et en las otras por vencido; ca de aquellas que le diese por vencido, o bien se puede alzar, et valdrá el juicio quanto en las otras de que non se alzara...”.
A su vez, como en nuestros días, el superior de la alzada solamente entenderá sobre las cuestiones que el quejoso ha manifestado como agraviantes, no respecto de toda la sentencia.
El apelante puede alzarse sobre las cuestiones principales del litigio que le han resultado adversas, dejando de lado las cuestiones menores, y estas últimas, accesorias al objeto de la litis, seguirán la suerte de las principales, suspendidas en su ejecución, hasta el momento de resolver los agravios sobre las cuestiones fundamentales del proceso.
Pero es destacar que la ley precitada, claramente establece que aquel que apela las cuestiones menores, consiente fatalmente la mayores, las cuales causan estado de cosa juzgada y deben irremediablemente efectivizarse, sin que la interposición de la apelación por un agravio menor pueda suspender la ejecución de las cuestiones principales:
“...Otrosi decimos que si alguno fuese acusado sobre muchos yerros ó malferrias que fuesen de sendas guisas, si el judgador le diere por vencido de todos los yerros de quel acusaban, et él se alzare del juicio de aquella parte que tañe en los yerros mayores, non faciendo mencion de los menores en que era condenado, debe el judgador rescebir su alzada, et nol debe poner pena sobre los yerros menores fasta que sea librado el pleyto sobre que se alzó; más si se alzare sobre las menores malferrias et non sobre las otras mayores, non debe rescebir su alzada, ante le debe dar pena por los otros yerros de que non se alzó en la manera que fuere judgado.”.
La ley XV, refiere en el primer párrafo, lo que hoy llamaríamos recurso o mejor dicho remedio procesal de aclaratoria, frente a términos oscuros o dudosos, que no representan en forma clara la intensión del juzgador, cuya finalidad es que el propio juez de la contienda manifieste: “...qual fue su entencion quando dixo aquellas palabras et que gelas declarase...”.
Pero este recurso, parece llevar en forma subsidiaria, el propio recurso de apelación, por que acto seguido, una vez expuesto por parte del juzgador, el verdadero sentido de la sentencia, las partes pueden interponer ante el Rey su respectivo recurso, centrado solamente sobre las cuestiones oscuras de la sentencia que se ataca:
“...et en tal alzada como esta no han a razonar las partes otra cosa, fueras ende si aquel entendimiento quel judgador fizo sobre las palabras oscuras del juicio fae derecho o non...”.
Lo singular del tipo de apelación descripto, debe entenderse de la siguiente manera, de cara a un texto oscuro, las partes piden al sentenciante que lo aclare, si el intento ha fallado, porque la sentencia sigue siendo dudosa u oscura, o lisa y llanamente por que el sentenciante se ha negado a aclarar su decisión, entonces las parte mismas pueden, como lo establece la misma Ley XV, mediante una carta solicitar al Rey, que aclare como fuente de justicia, el alcance de sus respectivos derechos.
La negativa del “a quo’’, de esclarecer su sentencia, es motivo suficiente para que las partes se sientan agraviadas y los habilita a dirigirse a una instancia superior.

LAS SUPLICACIONES EN EL ORDENAMIENTO DE LAS LEYES:
Para completar el sistema esbozado en torno a la apelación en las partidas, me pareció pertinente traer a colación el Ordenamiento de Alcalá de Henares del año 1348 ( ), mediante el cual, además de sancionarse legalmente las Partidas, también se legisló en torno al tema aquí tratado.
“Usaban los Judgadores de la nuestra corte, é de las Cibdades, Villas, é logares de los nuestros Regnos de torgar, é dar alçadas de qualesquier sentencias interlocutorias. Et porque por esto se aluengan mucho los pleytos...”.
“Nos queriendo que los pleytos sean librados mas ayna, establescemos que de las sentencias interlocutorias non aya alçada, é que los Judgadores que las non otorguen, nin las den, salvo si las sentencias interlocutorias fueren dadas sobre defensión perentoria, ó sobre algun articulo, que faga perjuicio al pleyto principal, ó si fuere raçonado contra el Judgador por la parte, que no es su jues, é probare la raçon porque non es su jues fasta ocho días segunt manda la ley, que nos façimos sobre esta razón...”.
Como se desprende de lo expuesto, con el paso del tiempo se buscó alivianar el pesado andamiaje judicial oportunamente referido, limitándose el acceso a instancias superiores, tan profusa y claramente legislado en las Partidas.
A su vez, el Ordenamiento que aquí se trata, tomando nota de los usuales retardos en la administración de justicia, en el mismo título, estableció la siguiente innovación:
“... é por non dar logar á las malicias, que se podrían façer sobre esto, mandamos que si en el día que fuere expresamente nombrado, diere el Judgador la sentencia, é la parte non viniere á oirla, nin á alçarse della, en quanto el Judgador estoviere asentado Judgando los pleytos, que dende adelante non se pueda alçar; et si la sentencia fuere dada despues del dicho dia, que la parte que non fuere presente contra quien fuere dada, que se pueda alçar fasta tercer dia, é esto mesmo sea guardado en las cibdades, é villas, e logares de los nuestros regnos, quando el plaço para dar sentencia fuere puesto en la manera que dicha es.”.
O dicho en otras palabras, el juez tenía un plazo para emitir su pronunciamiento, que iba de seis días para sentencias interlocutorias y veinte días para definitivas.
Al respecto el ordenamiento preveía los siguiente: “Desque fueren raçones encerradas en los pleytos, para dar sentencia interlocutoria, ó definitiva, el Judgador sea tenudo de dar la interlocutoria fasta seis días, é la definitiva fasta veinte, é si lo así non fiçiere, peche las costas que fiçieren las partes fasta que dé la sentencia”.
A su vez, el Ordenamiento en cuestión, previó una innovación respecto del tiempo de resolución del recurso de apelación, que al parecer no había sido previsto en las Partidas originariamente, el cual ascendía a un año.
“Alzandose alguno de la sentencia ... sea tenudo de la seguir, é de la acabar en la manera que sea librada, del dia, que se alçare de la sentencia fasta un anno...”.
Previéndose además que en caso de haber retardo de justicia, también el Tribunal de Alzada sería responsable por las costas, tanto como lo era el inferior, al momento de retrasar en el dictado de la sentencia.
Dejándose en claro a todo evento que si bien existía un plazo para el Magistrado a fin de expedirse, pesaba en cabeza del apelante, la obligación de movilizar la instancia de uno a otro juez.
Finalmente y como se ha dicho oportunamente, en las partidas el plazo previsto por ley para que el apelante efectivizara su alzada, era de dos meses, cuando el mismo juez no preveía uno distinto, ahora bien, mediante el Ordenamiento de Alcalá, el mismo plazo fue diferenciado, en pos de lograrse la mayor celeridad en los procesos y en las instancias:
“... é si el Judgador non le pusiere plaço á que la presente, mandamos que sea tenudo el que se alçare de la seguir del Rey fasta quarenta días, si fuere allende de los puertos, é si fuere aquende de los puertos fasta quince días, é si fuere la alçada de los Alcalle del Rey, fasta tercer dia ...”.
LA APELACIÓN EN LA AMÉRICA ESPAÑOLA
Inmersos en la diversidad jurisdiccional indiana compuesta por: Alcaldes Ordinarios, Corregidores o Alcaldes Mayores, Gobernadores, Audiencias, o según la propia naturaleza del litigante, como señalan los autores, la justicia representó para los españoles, uno de los fines fundamentales del propio Estado indiano.
Si bien el sistema procesal castellano, trató de implantarse en las tierras conquistadas, las enormes distancias jugaron un papel decisivo en contra de la clásica administración de justicia de la baja edad media.
El Rey encarnación de justicia y cuño providencial, estaba demasiado lejos para defender eficazmente a sus vasallos, aunque éste hubiera sido su real querer y la mayoría de los litigios fenecía en Indias, por la distancias mentadas y por lo excesivamente gravoso del recurso.
Frente a este panorama expuesto, debe sumarse la ya de por sí escasa actuación judicial de los reyes, como señala el Dr. Levaggi, en la obra citada al respecto:
“... en la práctica, desde la baja edad media, dedican cada vez menos tiempo a oír dichas demandas, prefiriendo delegar esa función en el Consejo y en las audiencias.”.
Y en dicha inteligencia, América tampoco sería la excepción a estos usos reales, y la justicia delegada, daría efecto devolutivo a las apelaciones, vale decir, permitiendo la esporádicamente recuperación de la soberanía jurisdiccional del monarca.
Sin lugar a dudas estuvo en el real querer de la corona el facilitar a los súbditos indianos los mecanismos tendientes a efectivizar la aplicación del instituto aquí tratado, y en consonancia con ello, se dictaron cédulas y provisiones al respecto, y también se establecieron en Indias las audiencias que llegaron a ser trece en total para los dominios americanos.
Autores como Ots Capdequi expresaron que: “... las Audiencias fueron los Tribunales Ordinarios de Apelación ante los cuales se sustanciaban los recursos interpuestos por las partes contra los fallos dictados por las Justicias Inferiores... también los recursos de fuerza en los fallos dictados por los Tribunales eclesiásticos ...”.
Y los Oidores, designados directamente por el rey, ejercían esta mentada actividad procesal, representando directamente al monarca, en cuyo nombre actuaban.
Cuando la competencia era por vía de apelación, las audiencias intervenían en segunda o en tercera instancia en los juicios criminales y civiles de determinado monto y en los del fuero de hacienda.
En el Procedimiento Judicial, como pacíficamente han venido señalando los autores, de las Audiencias se distinguían tres grados: vista, revista y suplicación y finalmente contra sus fallos finales, cabía en ciertos casos la superior apelación al Supremo Consejo de Indias, que también actuaba en nombre del rey.
Sin perjuicio de ello, es de destacar que la legislación indiana también había previsto la interposición de un último recurso ante el propio rey, a fin de que sea sustanciado en su nombre por el Consejo Real y Supremo de Indias, llamado también de segunda suplicación y estaba limitado a los litigios iniciados en la propia audiencia, frente a arduas y difíciles causas, con previa fianza de mil ducados en carácter de pena, para el supuesto que la sentencia recurrida fuera confirmada.
Completaban el amplio espectro procesal de recursos ante el superior, el recurso de nulidad y el de injusticia notoria, que ateniéndonos a los efectos buscados, implicaban claramente en primer lugar una revisión del fallo del inferior, y en segundo, la purga de graves y manifiestas injusticias, producto de irregularidades de procedimiento.
Por que también en América, la apelación encontrará su fuente en el derecho natural a la justa defensa de los derechos subjetivos, en contra de la violencia pública y como se ha dicho con eminente carácter devolutivo.
El Dr. Levaggi, destaca también que: “Una característica que diferencia a la apelación indiana –dice también Villapalos- es la de no ser un recurso exclusivamente encaminado a impugnar sentencias, sino además a reparar agravios. Esto es una desvirtuación de su naturaleza tradicional. El recurso a gravamine, por recaer sobre un acto extraprocesal, no se resolvía por apelación, por lo general , sino por la vía de la querella. Pero abandonada esta por el derecho indiano, se recurre a la apelación para conceder una vía de justicia a las peticiones de las partes.”.
También se hace preciso traer a colación que la apelación se encuentra motivada en la iniquidad del juzgador, y en la necesidad de restaurar el orden de justicia perturbado, propio del derecho natural y la obligación del juez de otorgarla bajo pecado y pena pecuniaria. Y es por ello que de ningún modo la apelación será en el derecho castellano indiano, una gracia del soberano (como si es el caso del recurso de súplica).
El recurso estudiado encontró sus justos límites en la mala fe del litigante que lo interponía, como señala el Dr. Levaggi: “Al recurso introducido con mala fe, sin razón, se lo califica de malicioso o frívolo.”
Dicho en términos modernos, producto de un verdadero obrar con temeridad y malicia abusiva.
Y también como señala el autor citado, la apelación encontró límites cuando las propias partes renunciaban a este recurso, mediante la suscripción de escrituras de obligación, reconociendo lo contenido en las mismas, como lo expresa este adagio notarial:
“como sentencia dada y pronunciada por juez competente en cosa juzgada y por él consentida, loada y no apelada”.

CONCLUSION
Ya sea la apelación concebida como un derecho natural, o como un mero remedio procesal moderno, el instituto hace antes que nada a la propia esencia del hombre.
Decían los antiguos que:  “Errando corrigitur error.”
El Juez falla y puede equivocarse, entonces errando se debe corregir el error, o bien, errando se aprende (derecho), y: “Errare humanum est.”
Por que errar es propio del hombre, si la naturaleza humana esta sujeta a errores, toda falta ya sea por ser involuntaria merece por un lado indulgencia y por el otro, la posibilidad de que dicho acto sea enmendado, mediante el “libellus appellatotorius”. Y así lo entendieron los hombres durante gran parte de la historia, distintos han sido los sentidos que han nutrido a este instituto, pero la finalidad ha sido siempre la misma: “Cuum Cuique Tribuere”
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La apelación y una aproximación a su historia by Roberto Carlos Suárez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento 2.5 Argentina License.

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