viernes, 23 de abril de 2010

EL DERECHO EN LA ANTIGÜEDAD Y EN LA EDAD MEDIA

En esta oportunidad les transcribo un importante apunte referente a la historia del derecho en la antiguedad y en la edad media, extraído del capítulo 2º del Tomo I del Libro Historia del Derecho Argentino, de ese gran maestro llamado RICARDO ZORRAQUÍN BECÚ, este apunte es esclarecedor para el ignaro estudiante de historia del derecho que quiere saber de que se trata.  

EL DERECHO EN LA ANTIGÜEDAD Y EN LA EDAD MEDIA
8. El sistema romano. – El derecho español – que iba a imperar en nuestro territorio a partir del siglo XVI - fue el producto de múltiples influencias exteriores y de creaciones propias, cuyos orígenes deben buscarse en la filosofía griega y en el derecho romano. Mientras los pensadores griegos fueron los iniciadores de la especulación filosófica – y dentro de ella estudiaron los problemas morales vinculados con la conducta humana y las normas que deben regirla - los juristas de Roma elaboraron un sistema de derecho que en gran parte inspira todavía el desarrollo jurídico universal. Por eso debemos comenzar nuestro estudio recordando, aunque sea brevemente, esos remotos orígenes. El presente no puede comprenderse sin el conocimiento del pasado, el cual revive y perdura en las normas tradicionales y en las ideas de los filósofos y juristas.
En este Capítulo procuraremos exponer los antecedentes europeos y españoles que forjaron el sistema peninsular. Paralelamente hemos de recordar las doctrinas filosóficas, políticas y jurídicas que inspiraron ese desarrollo, para que se advierta su correspondiente fundamentación.
El primer régimen jurídico que debe ocuparnos – por su influencia universal y porque fue el punto de partida de todo o casi todo el derecho - el es de Roma. Hubo, naturalmente, otros derechos anteriores entre los demás pueblos de la antigüedad, pero el romano sobresale por su perfección científica y su carácter orgánico.
La historia de Roma comienza con la fundación algo legendaria de esa ciudad en el año 753 a. C. A la monarquía primitiva sucedió bien pronto la República (509 a. C.) presidida por dos Cónsules que ejercían una magistratura anual. En esa época Roma se va destacando entre las demás naciones de la antigüedad; y al vencer a los cartagineses a fines del siglo III a. C., se convierte en la primera potencia del Mediterráneo. Pero esta misma amplitud de su poder provoca sucesivas crisis políticas que conducen a la formación del Imperio (año 27 a. C.). Los dos primeros siglos de la era cristiana son los de mayor esplendor y desarrollo cultural, pero después vuelven a producirse guerras civiles y se manifiesta también el peligro de los pueblos bárbaros situados en las fronteras. En el año 395 el Imperio se divide; Roma continúa siendo la capital del Imperio de Occidente, mientras el de Oriente se instala en Constantinopla. Pocos años después ya comienzan las invasiones de los bárbaros, que en 476 destronan al último emperador de Occidente.
El impero de Oriente, en cambio, aunque cada vez más disminuido y debilitado perdura hasta que en 1453 los turcos se apoderan de Constantinopla.
La evolución de derecho romano puede sintetizarse de la siguiente manera: el derecho primitivo estaba constituido por un conjunto de reglas consuetudinarias que imponían formas estrictas y solemnidades que a veces tenían origen sagrado. Las leyes (votadas en los comicios a propuesta de un magistrado) sólo tuvieron importancia secundaria como fuente del derecho y tendían casi siempre a precisar aquellas costumbres, a corregir los abusos que podían originar, y a dar nuevas formas al régimen gubernativo. Tales costumbres y leyes formaron el jus civile, es decir, el derecho que se aplicaba y podía ser invocado solamente por los ciudadanos (cives) romanos.
Las conquistas romanas y las crecientes relaciones con otros pueblos dieron lugar a la aparición de un nuevo sistema, menos formalista y más amplio en sus concepciones, que se llamó jus gentium, y que llegó a regir las relaciones entre ciudadanos y extranjeros, o las de éstos entre sí, en cuanto se sometían a los tribunales de Roma. El contenido de este jus gentium no abarcaba, por supuesto, todo el sistema de derecho, sino que estaba limitado a la solución de los conflictos más frecuentes en el orden de las relaciones civiles y comerciales (obligaciones derivadas de los contratos, etc.).
Los dos pretores que en Roma aplicaban ambos sistemas (el praetor urbanus que juzgaba a los ciudadanos y el praetor peregrinus que intervenía en los juicios en que era parte un extranjero), comenzaron durante los siglos III y II antes de Cristo a introducir nuevos procedimientos y a conceder acciones destinadas a suavizar el rigor del estricto derecho civil, de tal manera que por vía indirecta el jus praetorium u honorarium vino a suplir y a modificar el sistema primitivo. Esos pretores y otros magistrados tanto en Roma como en las provincias publicaban anualmente un edicto al comenzar el desempeño de sus funciones, en el cual señalaban las normas que iban a inspirar sus decisiones. Esos edictos, reproducidos por los sucesivos magistrados, adquirieron carácter permanente, convirtiéndose en la fuente de derecho privado más importante en el siglo I de la era cristiana.
La creación del Imperio (27 a. C.) no modificó substancialmente el sistema jurídico. El derecho surgió entonces de las sanciones del Senado (senadoconsultos) y más tarde de las decisiones del emperador (constituciones). Pero continuó en vigor el jus praetorium, que en la época de Adriano fue codificado. Y además adquirieron categoría de fuentes del derecho las doctrinas de los jurisconsultos, a algunos de los cuales Augusto dio el jus publice repondendi, o sea la facultad de presentar sus opiniones a los jueces, para que estos las tuvieran en cuenta al sentenciar.
La época del mayor esplendor del derecho romano y de la doctrina que a él se aplicaba (iurisprudentia) fue la de los siglos II y III de nuestra era. Los juristas no sólo comentaban e interpretaban el derecho vigente, sino que también creaban nuevos conceptos, definiciones y teorías, señalando asimismo la justicia de las normas con arreglo a sus ideas filosóficas. Llegó a tan alto grado el desarrollo de esa iurisprudentia que el emperador Adriano declaró obligatorias para los jueces las opiniones de los juristas cuando estuvieran de acuerdo. Y más tarde la ley de las citas, del año 426, dispuso que los jueces debían atenerse a las doctrinas expuestas en sus libros por los más grandes de los jurisconsultos clásicos: Gayo, Papiniano, Paulo, Ulpiano y Modestino, debiendo prevalecer el criterio de Papiniano cuando hubiera discordancia.
Esta última disposición era, sin embargo, un síntoma de decadencia. Significaba que ya no se consideraba posible el ulterior desarrollo científico del derecho. Las invasiones de los bárbaros y las luchas civiles concluyeron con el Imperio de Occidente en el año 476. Pero antes y después de esa fecha los emperadores de ambos estados fueron legislando mediante la sanción de constituciones, que se convirtieron en la única fuente de nuevo derecho. Su abundancia, y la necesidad de conocerlas, movieron a dos compiladores oficiosos a redactar los códigos Gregoriano (de fines de siglo III) y Hermogeniano (de principios del siglo IV). Este último es el complemento del anterior.
Hubo además una recopilación oficial, el Código Teodosiano, que los emperadores Valentiniano III y Teodosio II promulgaron en el año 438. Su contenido, como en el caso de los códigos anteriores, se reduce a ordenar sistemáticamente las constituciones imperiales sancionadas hasta entonces. La importancia de estas compilaciones fue mayor en occidente, en dónde, al caer el Imperio, quedaron como las fuentes de conocimiento usual del derecho romano.
Pero mucha mayor trascendencia ulterior tuvieron las grandes compilaciones que el emperador Justiniano, de Oriente, encargó al Jurista Triboniano el año 530. Como resultado de esa orden se compusieron sucesivamente las cuatro partes que luego reunidas, formaron el Corpus juris civilis, a saber: el Digesto (o las Pandectas), que reúne con cierto orden las opiniones de los jurisconsultos clásicos (533); las Institutas, breve compendio de todo derecho privado, que en los siglos posteriores sirvió como texto de enseñanza (533); el Código, que reproduce las constituciones imperiales entonces vigentes (534); y las Novelas, agregadas posteriormente, que incluyen las constituciones sancionadas después del año 534. Esta magna obra, sin embargo, no tuvo sino muy escasa difusión en Occidente, sometido ya a la dominación de los bárbaros, y sólo después de varios siglos dio lugar al proceso histórico-jurídico que se denomina la “recepción del derecho romano”. (ver nº16).
9. El pensamiento jurídico greco-romano. – Esa larga evolución pone en evidencia que el primitivo jus civile, formado por las costumbres ancestrales de raigambre religiosa y por las leyes sancionadas en los comicios, se fue perfeccionando gradualmente por obra de los peritos en esa ciencia, que eran los jueces (pretores) y los jurisconsultos. Unos y otros, influenciados a la vez por las reglas jurídicas extranjeras y por las ideas filosóficas de los estoicos, supieron adoptar las mejores soluciones universales que formaron el jus gentium, y corregir el rigor del jus civile hasta asimilar ambos sistemas y confundirlos en uno solo. Esta fusión se completa en el año 212, en que el emperador Caracalla concede la ciudadanía a todos los habitantes del imperio, con lo cual será el derecho civil – ya impregnado de derecho de gentes - el sistema uniforme que ha de regir a todos los miembros del inmenso conglomerado político.
Generalizando esta formación del derecho, el jurisconsulto Gayo pudo afirmar en el siglo II que todos los pueblos utilizan en parte un derecho propio, y en parte uno común al género humano. El primero es el jus civile, propio de cada ciudad o Estado, y el segundo el jus gentium, “que la razón natural establece entre todos los hombres” ( ). Esta naturalis ratio significaba que existe un orden natural de las cosas que debe inspirar también las soluciones jurídicas; y ese orden origina un sistema jurídico universal.
A esa división bipartita se agregó luego el jus naturale, de raíz más profunda, que los filósofos griegos - especialmente Aristóteles y los estoicos - habían elaborado, y que Cicerón difundió en su patria. Para el pensamiento greco-romano el derecho natural consistía en una serie de principios superiores, permanentes e inmutables, de origen divino y adecuados a la recta razón, que constituyen el fundamento de todo el orden jurídico. Así lo definieron las Institutas de Justiniano: “los derechos naturales, que existen en todos los pueblos, constituido por la providencia divina, permanecen siempre firmes e inmutables” ( ). Algunos juristas hicieron aplicación de estas ideas para sostener el fundamento natural de ciertas soluciones o para oponerse a otras. Así, por ejemplo, la esclavitud era considerada contraria al derecho natural, pero admitida por el jus gentium.
Otra división importante del sistema romano distinguía el derecho público y el privado: “Derecho Público – según Ulpiano - es el que se refiere al estado romano: privado, el que mira a la utilidad de los individuos” ( ). Los juristas se preocuparon especialmente de este último, dentro del cual contemplaban tres partes: personas, cosas y acciones. Es en torno a estas ramas que se edificó realmente la ciencia jurídica romana.
Mucha importancia tuvieron también las especulaciones relativas a la justicia, considerada siempre como una virtud universal destinada a inspirar y dirigir la conducta humana. Para analizarla, Platón (427-347 a. C.) escribió su dialogo titulado La República. El idealismo platónico lo lleva a concebir un Estado perfecto, cuyos miembros se gobiernan mediante el ejercicio de las virtudes. Y la más excelsa de todas ellas es la justicia, cuya observancia determina el orden y la armonía que deben reinar en la sociedad.
Distinguía Platón tres partes o potencias en el alma: la parte racional hace posible el conocimiento de las ideas y se rige por la virtud de sabiduría o prudencia; la parte irascible corresponde a los impulsos y afectos y engendra la fortaleza; y la parte concupiscible, propia de las necesidades primarias del hombre, tiene como virtud la moderación o templanza. En el Estado ideal, los ciudadanos se dividen asimismo en tres grupos: los gobernantes se guían por la sabiduría, los guerreros cultivan la fortaleza; y los artesanos y agricultores ejercitan la templanza. Pero además de esa tres virtudes, propias de cada grupo social y de cada potencia del alma, existe una superior que las comprende y perfecciona a todas. La justicia, en efecto, es la virtud universal por excelencia, pues se aplica a todos los hombres por igual. El acto justo consiste esencialmente en el cumplimiento del propio deber; y así la justicia consigue establecer el orden y la armonía en la sociedad.
Esta concepción sublime de la justicia de la justicia no llegaba, sin embargo, a precisar su verdadera esencia. Aristóteles (384-322 a. C.), con un sentido más realista, vio en esa virtud un principio regulador no de todos los actos humanos, sino solamente de aquellos que se cumplen en relación con los demás, y son regidos generalmente por el derecho.
Aprovechando las enseñanzas de los pensadores que le habían precedido, Aristóteles construyó un sistema que abarcaba todas las ramas del saber y estaba llamado a tener una inmensa trascendencia. Su filosofía moral – expuesta en la Etica a Nicómaco - se funda en que el fin del hombre consiste en la felicidad, la cual se obtiene manteniendo en la conducta de cada uno la jerarquía de los bienes (del alma, del cuerpo y exteriores) de que se puede gozar. La vida perfecta es la vida virtuosa, porque conduce a la grandeza del alma y da el predominio a los bienes espirituales. Entre todas las virtudes, la justicia es la más completa porque no es puramente individual sino relativa a otra persona, y su observancia no sólo perfecciona a quien la practica, sino que también contribuye al bien de los demás.
Aristóteles analiza también a la justicia en sus aplicaciones particulares. Y en este sentido distingue en ella dos posiciones fundamentales: a) la justicia distributiva regula el reparto de honores y ventajas que la sociedad realiza entre sus miembros, y se cumple teniendo en cuenta las condiciones personales de cada uno, de tal manera que esa distribución de bienes debe hacerse en proporción a los méritos de cada individuo; y b) la justicia sinalagmática regula las obligaciones (nacidas de los contratos o de los delitos) que surgen entre unas personas y otras, sin tener en cuenta sus condiciones, e impone una perfecta igualdad entre la cosa dada y la recibida, entre el daño y la indemnización.
Consecuencia de ese desarrollo doctrinario fue la definición clásica de Ulpiano: “Justitia est constans et perpetua voluntas ius suum quique tribuendi” (la justicia es la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo suyo) ( ).
Los romanos vinculaban estrechamente lo jurídico con lo moral y lo religioso. No sólo muchas instituciones importantes (como el matrimonio, el parentesco, las sucesiones, etc.) estaban organizadas partiendo de principios religiosos, sino que también toda su concepción del derecho estaba impregnada de moral. Así se explican los tres famosos preceptos fundamentales: Juris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum quique tribuere (Los principios del derecho son éstos: vivir honestamente, no dañar a otro, dar a cada uno lo suyo) ( ). Y así también el deseo permanente – que se advierte a través de todas las obras jurídicas - de dar primacía a los criterios morales y de resolver los problemas de acuerdo con la equidad. Por eso la única definición del derecho que nos legaron lo considera, no una ciencia, sino un arte, una actividad práctica destinada a alcanzar lo bueno: ut eleganter Celsus definit, ius est ars boni et aequi (Como con elegancia lo define Celso, el derecho es el arte de lo bueno y lo equitativo) ( ).

10. La romanización de España. – Dentro del Imperio Romano, la Hispania ocupo un lugar destacado. Su población – formada por elementos heterogéneos de origen diferente - se componía en el siglo III a. C. de los íberos, los celtas, los celtíberos y otros pueblos cántabros y vascones, que habían recibido sucesivas influencias fenicias, griegas y cartaginesas. España entra en la historia propiamente dicha con motivo de las guerras púnicas, que enfrentaron a Roma con Cartago. Posesionada esta última de gran parte de la península ibérica, su jefe Aníbal llevó sus tropas por tierra hasta Italia en donde fue derrotado. Esto permitió a Publio Cornelio Escipión iniciar la conquista de España en el año 210 a. C.. A pesar de la tenaz resistencia de los pueblos aborígenes los romanos fueron dominando paulatinamente la península; que en año 19 a. C. quedó pacificada.
A lo largo de esos siglos, y durante los cuatro siguientes, se produce la romanización de Hispania, cuyos habitantes aceptan las creencias, las leyes y la cultura superior del Imperio identificándose con éste. El territorio quedó dividido en provincias, que al principio fueron dos - la Hispania Citerior y la Hispania Ulterior - y que luego, ya en la época del Imperio, se subdividen y adoptan nombres regionales: la Tarraconense, la Bética y la Lusitania, y más tarde la Cartaginesa y la Gallecia. Esta provincias fueron gobernadas por jefes superiores, llamados procónsules o propretores según los casos, que eran los mismos que habían desempeñado el consulado o la pretura en Roma. Estos magistrados reunían una autoridad amplísima, pues eran a la vez altos gobernante con facultades legislativas, jefes militares y jueces con jurisdicción civil y criminal. Durante la época del Imperio aparecen los legados – Legatus Augusti pro consulare (o pro praetore) - designados por el emperador con idénticos poderes. Y ya en los últimos tiempos del imperio esos jefes son sustituidos por vicarios sin mando militar, pero con amplísimas facultades administrativas y financieras.
La organización de las ciudades se va adaptando a los modelos romanos. Algunas son colonias formadas por ciudadanos de Roma o de Italia que se han establecido en la península; otras están constituidas por pobladores vernáculos, que han celebrado pactos de diversa índole al someterse. Todas ellas tienen un gobierno autónomo más o menos amplio y libre. Los magistrados son elegidos por el pueblo reunido en comicios: son los duumviri (dos jueces locales con ciertas atribuciones administrativas), los ediles encargados de los problemas urbanos y questores que ejercen la dirección de la hacienda municipal.
Los romanos no impusieron su derecho a los pobladores vernáculos: éstos siguieron rigiéndose por sus antiguas costumbres, pero la progresiva romanización de Hispania y la cultura superior del Imperio fueron transformando las formas de vida primitivas que habían existido hasta entonces. Hubo, por lo tanto, durante varios siglos, un doble sistema jurídico, pues los romanos utilizaban el propio. Pero cuando Caracalla otorga la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio (212), el derecho romano comienza a ser aplicado en toda la península. Sin embargo, surgen también normas locales, procedentes unas de las decisiones de los gobernantes provinciales, y otras de costumbres especiales que se forman, con lo cual surge un derecho romano vulgar algo diferente del clásico que regía en Italia.

11. El cristianismo. – Al mismo tiempo que el derecho romano alcanzaba su extraordinaria perfección, se iba difundiendo paulatinamente por todo el mundo conocido la nueva religión predicada por Jesucristo. El cristianismo iba a ejercer una influencia decisiva sobre el derecho, porque daba al hombre, como ser creado a imagen y semejanza de Dios, una dignidad de que antes carecía. Desde entonces fue la persona humana, y no el Estado ni la ciudad, la destinataria principal del orden jurídico establecido precisamente para facilitar su vida y desarrollo como ente espiritual.
El mensaje de paz y de amor que se esparció por el mundo estaba dirigido a regular la conducta humana en función del fin sobrenatural que cada uno tiene; y para ello, para que el hombre pueda alcanzar la salvación eterna, predicaba la observancia de la justicia y del amor al prójimo, especialmente respecto de los débiles y de los pobres; el perfeccionamiento interior mediante la oración y el perdón de las ofensas; y elevaba a la categoría de instituciones fundamentales la familia, fundada en el sacramento del matrimonio, y el ejercicio de la autoridad concebida no ya como imperio de la fuerza sino como un servicio destinado a realizar el bien sobre la tierra y a respetar al hombre en su fundamental dignidad.
La religión y el poder político, hasta entonces unidos indisolublemente en las culturas de la antigüedad pagana, quedaron separados y tuvieron fines propios. Al predicar esa división (“dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) ( ), Jesucristo afirmaba indirectamente la obligación que tiene todo hombre de obedecer al Estado y por lo tanto de cumplir el derecho. Y esta obediencia ya no es una simple imposición de la autoridad, sino que tiene raíces y fundamentos más profundos. Como todo poder proviene de Dios – autor de todo lo que existe – debemos acatar los mandatos superiores “no sólo por temor del castigo sino también por la obligación de conciencia” ( ); de tal manera que el derecho integra el conjunto de preceptos que la propia religión nos impone. El cumplimiento de las normas jurídicas, sin embargo, cede a la necesidad de “obedecer a Dios antes que a los hombres”( ), con lo cual aparece una primera limitación al poder del Estado y de los gobernantes.
La justicia ocupa un lugar importante en la doctrina cristiana. Hay, por de pronto, una justicia divina que revela la perfección del Ser creador y se manifiesta por medio de su voluntad. Y hay también una justicia humana, virtud universal de amplísimo contenido, que abarca no sólo las relaciones jurídicas sino también toda la conducta social del hombre en su deber de amar al prójimo: “Tratad a los hombres de la misma manera que quisierais que ellos os tratasen a vosotros” ( ).
Los cristianos, considerados durante los primeros siglos como enemigos del Estado porque no aceptaban la religión oficial, y perseguidos violentamente en muchas ocasiones, consiguieron difundir poco a poco su doctrina. El Emperador Constantino, en el año 313, reconoció a la Iglesia y le acordó su decidida protección, con lo cual pudo ésta organizarse mejor en sus distintas jerarquías y predicar públicamente una religión que fue desde entonces desalojando al antiguo paganismo.
La filosofía jurídica del Cristianismo se fue desarrollando durante los primeros siglos por obra de los Padres de la Iglesia, que explicaron los principios fundamentales contenidos en los cuatro Evangelios y en los Actos de los Apóstoles (Nuevo Testamento), Pero fue San Agustín (354-430) quien expuso por vez primera en forma orgánica las bases del derecho cristiano. Utilizando las concepciones de Platón y de otros pensadores, y adaptándolas a la doctrina revelada, San Agustín distingue tres clases de leyes que gobiernan el mundo y la conducta humana. La ley eterna es la razón o la voluntad de Dios que dirige tanto las cosas y los seres irracionales como la actividad del hombre. Esa dirección tiene carácter necesario para aquellos, y debe ser acatada voluntariamente por éste, porque así respeta el orden impuesto por Dios. La segunda es la ley natural, que se manifiesta en la conciencia, y significa la participación del hombre en aquel orden divino. Esta norma de carácter fundamentalmente ético permite a todo ser humano distinguir el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y abarca por lo tanto el campo de la moral y las bases del orden jurídico. Y la tercera es la ley humana, sometida racionalmente a la anterior, y destinada a resolver los problemas que aquella no contempla. De tal manera, la ley natural es inmutable y universal, mientras la humana es variable de acuerdo a las circunstancias de tiempo y lugar. Su finalidad esencial consiste en asegurar el orden y la paz en la sociedad, para permitir que los hombres realicen sus fines temporales y sobrenaturales. En esa forma el derecho quedaba subordinado a la moral, y ambos integraban el orden universal de la creación.

12. La España Visigótica. – Los pueblos germánicos, establecidos dentro y fuera de las fronteras del Imperio y especialmente sobre los ríos Rhin y Danubio, comenzaron a sufrir desde principios del siglo IV la presión de otros bárbaros que buscaban nuevas tierras dónde establecerse. Unos y otros comienzan entonces las invasiones, sin encontrar mayor resistencia por parte del Imperio decadente. Y así penetran en las Galias, en Italia y en España, provocando a su paso inmensas destrucciones. En el año 476 los ostrogodos ocupan a Roma y desaparece el Imperio de Occidente.
En España se suceden desde el año 409 las invasiones: suevos, vándalos, alanos y visigodos recorren la península hasta que, ya en la segunda mitad del siglo, quedan los suevos en Galicia y se forma el nuevo reino visigótico bajo la dirección de Eurico (466-484), que domina el sur de Francia y gran parte de España. Algunas décadas después los suevos se someten a los visigodos, y éstos, presionados por Clodoveo, abandonan las Galias e instalan su capital en Toledo.
La historia de este reino visigótico en España se divide naturalmente en dos períodos, caracterizados por la religión dominante: desde la época de Eurico hasta el año 589 prevalece la herejía arriana; pero en esta última fecha se produce la conversión de Recaredo y de los nobles al catolicismo, manteniéndose el reino hasta la invasión arábiga (711).
Los visigodos, aunque constituían una minoría frente a la población hispano-romana, llegaron a dominarla gracias al despojo o reparto de las tierras y al ejercicio del poder político y militar. Las diferencias entre ambas razas subsistieron hasta mediados del siglo VI, en que se autorizaron los matrimonios mixtos y se sancionaron leyes comunes. Poco después, con la conversión de los visigodos al catolicismo, se consolidó la unificación social al mismo tiempo que se imponían normas de vida más moderadas bajo la inspiración de los obispos.
Los pueblos germánicos se regían por un derecho consuetudinario no escrito. Pero al tomar contacto con la civilización romana se dejaron influenciar por ese orden superior y mas perfecto. Abandonaron entonces muchas de sus costumbres bárbaras y hasta comenzaron a utilizar el idioma latino. Y para organizar mejor las relaciones de su pueblo, Eurico comprendió que era necesario redactar leyes escritas según el modelo romano. Sancionó entonces, hacia el año 475, el Código que lleva su nombre, mezcla de soluciones germánicas y romanas aunque con predominio de estas últimas, las cuales se tomaron del código Teodosiano y de algunas obras de juristas. El código de Eurico aparece redactado en latín, y su contenido se refiere principalmente al derecho privado. Tuvo una gran influencia en su época, pues inspiró las leyes de los borgoñones (lex barbara burgundiorum, de fines del siglo V) y de los francos (lex salica, de principios del siglo VI).
Casi de inmediato el sucesor de aquel rey, Alarico II, hizo redactar otro código, llamado Lex Romana Wisigothorum o Breviario de Alarico II, que fue promulgado en el año 506. Esta ley, destinada a ordenar mejor el derecho romano que hasta entonces se aplicaba entre los hispano-romanos, contiene normas tomadas del código Teodosiano y de constituciones posteriores, así como doctrinas de los juristas Gayo y Paulo. Se impuso no sólo en el reino visigodo, sino también en otras regiones de Occidente, en donde fue la gran compilación de derecho romano anterior a la de Justiniano y más difundida que la de éste.
La doctrina tradicional respecto de estos códigos era la de que el de Eurico fue sancionado sólo para los visigodos, y la Lex Romana Wisigothorum para los romanos que seguían utilizando el derecho imperial. Pero para Alfonso García Gallo, y luego Alvaro D’Ors, han sostenido que ambos rigieron sucesivamente a todas las poblaciones sometidas al reino visigótico, teniendo por lo tanto alcance territorial. Sin embargo, esta teoría no ha encontrado apoyo entre otros especialistas, que continúan afirmando la personalidad del derecho en los primeros siglos de la Edad Media.
Más tarde se llegó a la unificación jurídica. El rey Leovigildo (572-586) sancionó un nuevo código – que no ha llegado hasta nosotros – en el cual permitía los casamientos entre godos y romanos y suprimía las diferencias de jurisdicciones. Los sucesivos monarcas siguieron legislando, y Recesvinto reunió todo ese derecho en un código que llamó Liber judiciorum, promulgado en 654. Una segunda redacción del mismo Liber se hizo en el año 681, bajo el patrocinio del Concilio XII de Toledo, y más tarde todavía se publicó otra edición, llamada vulgata, porque no tuvo carácter oficial, en la cual se incluyeron principios de derecho público tomados de los concilios toledanos y de las obras de San Isidoro de Sevilla. Fue ésta última, traducida al romance a principios del siglo XIII, la que se conocerá con el nombre del Fuero Juzgo.
A esta unificación del derecho se agregó la unificación religiosa. Los visigodos, desde antes de su llegada a España, habían adoptado la herejía arriana, que negaba la unidad de la esencia divina de las tres personas de la Trinidad. Pero el catolicismo ortodoxo dominaba en la península ibérica entre los pobladores hispano-romanos, de tal modo que las invasiones produjeron una división no sólo política sino también religiosa. Esta situación se mantiene durante más de un siglo, hasta que la acción y la predica de lo obispos católicos, y especialmente de San Leandro, metropolitano de Sevilla, consigue convertir a Recaredo y tras él a los nobles del reino (589).
A partir de entonces los dignatarios de la iglesia, que habían conseguido mantener la antigua cultura romana, van a ejercer una influencia decisiva en el reino. Figura principal en este esfera fue San Isidoro de Sevilla, hermano menor de San Leandro y sucesor suyo en la diócesis hispalense, que fue un verdadero enciclopedista en su época. San Isidoro (560-636) reunió en su Etimologías y en otros libros todo el saber de la antigüedad para transmitirlo a las futuras generaciones, y además escribió obras de teología y de historia notables como expresión de resurgimiento intelectual.
En esa época comienzan a reunirse periódicamente los obispos en los concilios, que cuentan también con la presencia del rey y de los nobles, y en los cuales se sancionan normas religiosas que a veces tienen gran alcance político y jurídico. En esas reuniones se procuró exaltar la personalidad de los monarcas, elevándolos a una categoría sagrada, pero imponiéndoles al mismo tiempo la obligación de gobernar rectamente. Se declaró incurso en anatema al rey que ejerciera un poder despótico, condenando asimismo a los que se atrevieran a ocupar el trono por la fuerza. Con estas y otras medidas la Iglesia procuraba suavizar los impulsos dominantes de las autoridades, inculcando en los príncipes ideas de moderación, prudencia y respeto por los súbditos, y tratando de que el derecho se subordinara a las enseñanzas divinas y a las leyes naturales.
Sin embargo, ni estas ideas ni el derecho estampado en los códigos alcanzaron cabal aplicación. La incultura predominante, la falta de jueces con conocimientos jurídicos y la tendencia a imponer soluciones violentas contribuyeron a la aparición de nuevas prácticas que se apartaban del sistema romano clásico. Surgieron así, paulatinamente, en todos los Estados europeos, nuevas costumbres que sin duda se adecuaban mejor a las necesidades surgidas con la transformación social y económica.

13. El Derecho musulmán en España. – La temprana Edad Media concluye repentinamente en España, con la invasión de los árabes (711), que hicieron desaparecer al reino visigótico. La religión predicada por Mahoma en Arabia a principios del siglo VII se había difundido por todo el norte de Africa y el Mediterráneo oriental. Sus adeptos, deseosos de proseguir la guerra santa y de extender sus conquistas, cruzaron en 711 el estrecho de Gibraltar y luego de una breve campaña se apoderaron de casi toda la península, llegando después a penetrar en Francia en donde fueron rechazados por Carlos Martel (732). Se inicia así la dominación musulmana al mismo tiempo que comienza, en las montañas de Asturias, el largo proceso de la reconquista.
Los moros formaban una comunidad esencialmente religiosa, que sin embargo no trató de imponer su credo a la mayoría católica. Fueron muchos los que continuaron viviendo bajo la dominación de aquellos (mozárabes), conservando su religión, su derecho y sus propios jueces. A medida que avanzaba la reconquista se produjo el fenómeno inverso, es decir, el de los musulmanes que habitaban en territorio cristiano (mudéjares).
El derecho arábigo reconocía tres fuentes principales: las enseñanzas directas de Mahoma recogidas en el Corán (que contiene preceptos jurídicos en una décima parte); la conducta de Mahoma conocida por la tradición oral (sunnah); y la opinión unánime de la comunidad musulmana (ichmá), evidenciada a través de la coincidencia de los juristas. El desarrollo de los principios contenidos en esa tres fuentes era la materia propia de la ciencia del derecho (figh), que cultivaban los alfaquíes o juristas. La legislación no existía, puesto que todo el derecho debía provenir de la divinidad a través de aquellas fuentes, y tampoco tenía valor la costumbre que no estuviera afirmada por el ichmá.
Este derecho dejó pocas huellas en España, salvo en lo que se refiere a la denominación de algunas instituciones o autoridades (todos los nombres que comienzan con al en castellano tienen origen arábigo). Los mozárabes continuaron rigiéndose por el Liber Iudiciorum o por las costumbres antiguas y nuevas que se formaron en cada región, incluso bajo la influencia del derecho musulmán que los cristianos adoptaban despojándolo de su sentido religioso.

14. La reconquista española. – Dominada la península ibérica por los moros, comenzó a los pocos años la resistencia de los visigodos refugiados en las montañas de Asturias, que en 718 eligieron como rey a Pelayo. Paulatinamente este reino se transforma en el de León, se constituye el condado de Castilla (800), aparece los pequeños reinos de Navarra, Portugal y Aragón, así como el condado de Barcelona, y todos ellos van realizando la empresa secular de la reconquista con múltiples vicisitudes y dificultades pero con la constancia que alienta la lucha por la fe. Episodio fundamental en esa larga contienda fue la batalla de las Navas de Tolosa, ganada en 1212 por Alfonso VIII de Castilla con la ayuda de otros príncipes cristianos. Esa fecha, que marca el fin de la Alta Edad Media en España, constituye a la vez el comienzo de una época de mayor desarrollo y expansión de los reinos cristianos. León y Castilla se unen definitivamente en 1230, y desde mediados del mismo siglo, los musulmanes quedan reducidos al pequeño reino de Granada, que desaparecerá en 1492. También se unen, en la misma época, Aragón y Cataluña, que además conquistan Valencia, Las Baleares, y posteriormente el sur de Italia (Sicilia y Nápoles).
Esta empresa de la reconquista, y de la ocupación progresiva de muchos territorios que es preciso defender y poblar, da lugar a dos formaciones jurídicas originales: el derecho señorial y el derecho foral. El fraccionamiento de poder político, propio de la Edad Media, conduce al particularismo jurídico.
El feudalismo es la organización económica, social y política derivada de las relaciones de dependencia personal, impuestas por la necesidad de asegurar la defensa del territorio. Los reyes, y luego los mismo señores, conceden grandes extensiones de tierras en beneficios a cambio de la ayuda militar; y las demás personas libres se someten en vasallaje a las más poderosas, jurándoles fidelidad y comprometiéndose a servirlas en la guerra a cambio de su protección. La jerarquía social así creada elevó considerablemente a los grandes señores, que reclamaron privilegios e inmunidades que implicaban delegar en su favor ciertas funciones del Estado. Pero en España, contrariamente a lo que sucedió en las demás naciones de Europa, esa delegación sólo fue excepcional, y lo reyes conservaron casi siempre sus atribuciones esenciales o regalías (nombramiento de funcionarios, administración de justicia, acuñación de moneda, etc.). La nobleza, sin embargo, goza de un estatuto jurídico especial, de carácter privilegiado, que la convierte en una clase social superior a las demás con derechos y obligaciones diferentes. Este sistema jurídico, que en Italia es recopilado en los Libri Feudorum, aparece legislado en las Partidas y en otros cuerpos legales.
La necesidad de asegurar la repoblación de las regiones conquistadas da origen en el siglo IX a las cartas pueblas, que los reyes y los señores – eclesiásticos o laicos – conceden a un grupo de pobladores para fomentar su establecimiento en las zonas nuevamente obtenidas, asegurándoles ciertas franquicias y privilegios. Este Derecho asumía la forma de un pacto o contrato que fijaba el estatuto jurídico de ese grupo frente al señor, creándole una situación especial.
Análogo contenido y significado tuvieron los fueron que se concedían a las ciudades y villas, y que en definitiva reemplazaron a las cartas pueblas. El primer fuero que se conoce es el otorgado a Castrojeriz en 974, y este sistema continuó hasta mediados del siglo XIII. Originariamente un fuero era un conjunto breve de normas escritas que regulaban las relaciones de los vecinos con el rey o el señor, asegurándoles también ciertos privilegios o exenciones de carácter penal, impositivo y procesal. Pero ya en el siglo XII aparecen fueros mucho más extensos – como el de Cuenca – que recogen las costumbres jurídicas del lugar, la organización y funcionamiento del gobierno comunal y las demás franquicias de que gozan los vecinos en el orden de las relaciones privadas y procesales.
Por efectos de todas estas nuevas formulaciones, el derecho castellano a principios de la Baja Edad Media (que comienza, como ya dijimos, en 1212), puede describirse así:
a) Derecho territorial o general: es todavía, fundamentalmente, el del Liber Iudiciorum, pero este código sólo se aplica estrictamente en la corte del rey. En su reemplazo – y por efecto de la ignorancia general del derecho – aparecen muchas costumbres que se van formando de acuerdo con las necesidades y tendencias locales, y que cristalizan o se completan mediante la jurisprudencia, elaborada por los jueces en sus sentencias o fazañas.
b) Derechos locales: son los fueros, en cuya redacción escrita se van acumulando los derechos especiales derivados de la concesión real, las costumbres nuevas y las fazañas del lugar.
c) Derechos personales: que constituyen el estatuto de ciertos grupos sociales: los nobles, los mudéjares, los judíos, etc.
d) Derecho canónico: del cual trataremos más adelante (ver nº 15).
Este particularismo jurídico era, en gran parte, de formación espontánea y revela muy pocas influencias exteriores, aunque se asemeja en su desarrollo a la evolución que se produce contemporáneamente en los demás países europeos. En todos ellos, en efecto, aparecen los derechos particulares de las ciudades, de la nobleza y de algunas profesiones. Los primeros se llaman en Italia statuti, y en Francia, chartes o status municipaux, y consisten en la redacción escrita de reglas del gobierno comunal, a veces de origen consuetudinario y otras – la mayoría – otorgadas por los reyes o los señores. Y hay también costumbres regionales – consuetudini, coutumes – que florecen al amparo de las falta de legislación real y se afianzan con la jurisprudencia. A este derecho, que se desarrolla especialmente en los siglos XI y XII, se agregan los privilegios feudales, los estatutos de las corporaciones y más tarde el derecho marítimo, formando así un conjunto de normas que en general se conocen bajo el nombre de derecho propio.
El particularismo jurídico así establecido en las principales naciones de Europa era opuesto a la tradición romana de un derecho único, y a los deseos de uniformidad que los juristas querían desarrollar e imponer. Así reaparece con creciente vigor un derecho común, más científico y orgánico, que en las materias eclesiásticas es el derecho canónico, y en las demás el derecho romano justinianeo (número 15 y 16).

15. El derecho canónico. – La Iglesia católica fue organizando desde los primero siglos su propio derecho, que con el desarrollo del cristianismo iba a imponerse en todo el mundo occidental. Ese derecho está destinado no sólo a organizar el gobierno de la Iglesia como sociedad jurídica perfecta, sino también las relaciones de ésta con sus fieles y la actividad religiosa de los últimos, que se exterioriza a través del culto y de los sacramentos. Además, la influencia creciente del catolicismo permitirá que el derecho canónico penetre profundamente en el derecho laico, ya inspirando sus soluciones, ya absorbiendo materias que – como el matrimonio, la familia, el parentesco, etc. – dependen de las instituciones de la Iglesia.
El derecho canónico – de canon, que significa regla – tiene naturalmente su origen y fundamento en la revelación divina desarrollada en la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento). A este derecho divino se fueron agregando las normas impuestas por la tradición, por los Santos Padres en sus libros (la Patrística), por los decretos de los Papas y por los cánones de los Concilios (reuniones de los altos dignatarios eclesiásticos), que formaron el derecho canónico humano.
La diversidad de las fuentes, y la dispersión misma de la Iglesia en los siglos de las invasiones, originaron la dificultad de conocer ese derecho humano y aún, cierto particularismo dentro del mismo. Surgió así la necesidad de recopilarlo y ordenarlo. Esta función se cumple extra oficialmente. La primera colección de cánones la hizo en Roma, a fines del siglo V o a principios del VI, un monje llamado Dionisio el Exiguo. Pero la que tuvo mayor importancia y difusión en la Alta Edad Media, fue la Hispana, formada en la península ibérica durante el siglo VII por un autor desconocido.
Entre los años 1140 y 1142 un monje llamado Graciano hizo una obra fundamental que titulo Concordia discordantium canonum, más conocida bajo el nombre de Decretum. Es a la vez una recopilación de fuentes y una obra doctrinaria, porque ordena ese material heterogéneo procurando darle unidad y coherencia. Enorme fue la influencia de este libro, no sólo para el conocimiento sino también para la enseñanza del derecho canónico, porque a partir de entonces sirvió de texto en la escuela de Bolonia en donde Graciano era profesor.
Sobre la base del Decreto se formó el Corpus Iuris Canonici, en el cual se reunieron varias compilaciones hechas durante los siglos XIII a XV, a saber:
a) las Decretales del papa Gregorio IX, recopiladas en cinco libros por San Raimundo de Peñafort, y promulgadas en 1234;
b) el Liber sextus de Bonifacio VIII, del año 1298;
c) las Clementinas de Juan XXII, completadas en 1317;
d) las Extravagantes de Juan XXII, que comprendían decretales de este pontífice posteriores a 1317; y
e) las Extravagantes Comunes, que igualmente reúnen normas papales hasta fines del siglo XV.
Estas dos últimas colecciones, que no habían tenido carácter oficial, fueron agregadas a las anteriores por el jurista francés Jean Chappuis, que en 1500 editó todo el conjunto. Posteriormente se hizo una revisión oficial de los textos así reunidos, la cual fue aprobada en 1580 y publicada en 1582 bajo el nombre de Corpus Iuris Canonici, a imitación del título con el cual se conocía la compilación de Justiniano.
No cesó después esta obra legislativa de la Iglesia. Entre las reformas más importantes corresponde recordar las sancionadas por el Concilio de Trento (1545-1563), que versan principalmente sobre el matrimonio y la disciplina eclesiástica. Felipe II promulgó estas reformas como leyes de España y de las Indias por real cédula del 12 de Julio de 1564 ( )
Además de recordar la aparición del derecho canónico, preciso es señalar también la influencia ejercida por la iglesia sobre todo el sistema jurídico. La predica de una nueva moral y la cultura superior de los miembros de la Iglesia determinaron la progresiva cristianización del derecho. Este proceso consiste esencialmente en la adaptación de las normas jurídicas laicas a las enseñanzas religiosas, y en la moralización del derecho. Porque la Iglesia no se preocupó solamente de organizar su propio funcionamiento como institución de origen divino, sino que también trató de inculcar normas de convivencia ajustadas a sus doctrinas. De esa manera la influencia eclesiástica fue notable en la reglamentación del matrimonio, en la organización de la vida familiar, en la protección de los humildes, en la pacificación y decencia de las costumbres, en la moderación de las penas, en la observancia de los contratos, en la represión de la usura, etc.
Asimismo, y gracias a la gravitación cultural y política de los grandes dignatarios de la Iglesia, esta consigue muchas veces inculcar en los gobernantes ideas de moderación y prudencia en el ejercicio de su elevado ministerio; y afirma además la doctrina de que el poder es una concesión divina sujeta a limitaciones, que obliga a someterse a las leyes de Dios, al derecho natural y al respeto por el orden jurídico imperante.

16. La recepción del derecho romano justinianeo. – Hemos visto ya que el derecho romano conocido en Occidente era sólo el recogido en los códigos de fines del siglo IV y principios del V, así como en algunas obras doctrinarias. Las grandes compilaciones hechas por Justiniano en Constantinopla apenas se habían difundido en los países que ya no estaban sometidos al imperio.
El desarrollo gradual de la cultura permitió, sin embargo, que prosperaran algunas escuelas de derecho en Italia. Entre ellas sobresalió la de Bolonia, desde fines del siglo XI, en cuyas aulas se estudio el Corpus juris civilis de Justiniano, comentando sus doctrinas y sus leyes. Diversas circunstancias – y entre ellas el prestigio de que gozaba el derecho romano en una cristiandad que se mantenía unida a pesar de la separación de los Estados – convirtieron a Bolonia en el Centro más importante de los estudios jurídicos medievales, en donde una pléyade de maestros y discípulos iba a perfeccionarse para difundir luego por toda Europa la ciencia fundada en aquellas compilaciones.
El primero que se destacó en Bolonia fue Irnerio (muerto después de 1125), que inauguró la escuela llamada de los glosadores. Consistía este sistema en comentar las leyes y doctrinas romanas escribiendo – entre líneas o al margen del manuscrito – una glosa que trataba de resumirlas y de explicarlas. Estas interpretaciones fueron el punto de partida para mayores desarrollos teóricos destinados a obtener un conocimiento más perfecto y orgánico del sistema jurídico. Resultado de esa elaboración científica fueron las Summae que varios juristas escribieron en el siglo XII, y que constituyeron verdaderos tratados de derecho. La última figura de esta escuela fue Accursio (muerto hacia 1260), que reunió los comentarios anteriores y escribió la Glossa ordinaria, ampliamente difundida en Occidente.
Entretanto la escuela iba extendiendo por toda Europa sus enseñanzas, especialmente en las Universidades que aparecieron contemporáneamente como testimonio del renacimiento cultural. El Piacentino (así llamado porque era oriundo de Plasencia, en Italia), fundó en Montpellier una escuela de derecho en la cual aplicó los métodos boloñeses durante la segunda mitad del siglo XII. La enseñanza se extendió luego a Orleans, Oxford y otras casas de estudio, así como a las que se fundaron a principios del siglo XIII en España: Palencia, Salamanca y Valladolid.
Gracias a esta difusión del derecho romano justinianeo y del derecho canónico, exaltados ambos por la nueva ciencia jurídica, los dos sistemas fueron mejor conocidos y comenzaron a ser aplicados en algunas partes de Europa como derecho común, es decir, como supletorio de los derechos particulares. Las leyes canónicas, naturalmente, continuaron en vigencia por obra de la Iglesia, que mantenía su régimen jurídico y orientaba la cultura. Las romanas se impusieron en Italia desde el siglo XIII como legislación vigente que era considerada a la vez como el propio derecho nacional. En Francia las provincias meridionales las admitieron también como coutumes, en reemplazo de las antiguas, mientras el norte conservó su sistema propio. En Alemania el Tribunal de la Cámara del Imperio, creado en 1495, recibió la orden de aplicar el derecho común (romano y canónico), salvo en los casos regidos por normas particulares, y así se produjo la recepción del derecho romano en todo el Imperio Germánico.
El estudio de ese derecho común suscitó en Italia la aparición de una nueva escuela llamada de los postglosadores o bartolistas. Iniciada por Cino da Pistoia a principios del siglo XIV, su máximo exponente fue Bártolo de Saxoferrato (1314-1357), al cual siguieron Baldo de Ubaldis y otros muchos comentaristas. Esta escuela, tratando de superar la exégesis más o menos literal de las normas (que había caracterizado a la anterior), quiso buscar su verdadero y profundo sentido, la ratio legis, y creó así nuevas concepciones dando solución jurídica a muchos problemas de la época. El mismo método aplicaron Juan Andrés y Nicolás de Tudeschi (llamado el Abad panormitano) al comentario de las leyes canónicas.
Gracias a esas dos escuelas sucesivas se formó una verdadera ciencia del derecho que de las universidades pasó a la aplicación práctica de las doctrinas y de las soluciones concretas que se fueron elaborando. Los postglosadores, además, utilizaron los procedimientos de las escolástica, y conquistaron una autoridad tan grande que fue a veces superior a la que tenían las mismas normas del derecho romano, a las cuales dieron un sentido más orgánico y actualizado.

17. La Recepción en España. – Esta difusión alcanzó también a la península ibérica. Los estudiantes españoles de Bolonia volvieron a su patria trayendo las nuevas ideas que iban a enseñar en las universidades y a inspirar la labor de los tribunales superiores. Pero el derecho común no se impuso sin que surgieran fuertes resistencias de quienes pretendían conservar el orden tradicional, y de esta lucha procede el complejo sistema jurídico de España.
Desde que se unieron definitivamente los reinos de Castilla y León (1230) se manifiesta una política real orientada a uniformar el localismo jurídico y la diversidad de fuentes que entonces existía. Fernando III el Santo ordenó en 1241 traducir el Liber Judiciorum al lenguaje común, y llamándolo Fuero Juzgo lo otorgó en tal carácter – es decir, como fuero – a varias ciudades recién reconquistadas.
Alfonso X el Sabio, su hijo, continuó idéntica política con el Fuero Juzgo. Y además hizo redactar otro cuerpo legal llamado Fuero Real (1255), que tanto él como sus sucesores dieron a varias poblaciones, con el objeto de unificar los derechos locales. Esta nueva obra legislativa se inspiraba principalmente en los fueros anteriores y también en el derecho común (romano y canónico) ya entonces conocido en España, y ejerció una influencia considerable entre los juristas.
Pero la gran obra legislativa de la época fue el código que más tarde se llamó de las Siete Partidas. Su historia es algo confusa y poco conocida. Alfonso el Sabio redactó – con ayuda de los juristas de la Corte – un “Libro del Fuero” en cuyo prólogo se dice que es “espejo del Derecho”, y por esta razón recibió posteriormente el nombre de “Espéculo”. La obra, hecha probablemente entre los años 1256 y 1260, sólo tenía cinco libros que trataban acerca del rey, la Corte, las obligaciones de los súbditos y el derecho procesal. El libro fue sancionado y promulgado para servir de guía en la Corte y para ser aplicado por los jueces nombrados por el rey, distintos de los jueces locales que utilizaban los fueros.
Estas dos novedades legislativas – el Fuero Real y el Espéculo – que tendían a la progresiva unificación del derecho, fueron mal recibidas por las ciudades y por los nobles. Alfonso el Sabio se vio obligado a derogarlas y a restablecer la vigencia plena de los fueros antiguos (1274). Sin embargo, el propio rey inició una revisión del Espéculo, incorporándole el derecho canónico, el privado y el penal, hasta formar una verdadera enciclopedia de todo el sistema jurídico dividida en siete partes o partidas. Y es con este nombre que se conoció en lo sucesivo.
Posteriormente, ya que a principios del siglo XIV, la misma obra es perfeccionada por juristas desconocidos que acentúan su contenido doctrinario. En esta redacción definitiva – aunque no oficial – las Partidas constituyen un monumento del saber jurídico de la época, que no sólo contiene normas sino también sus respectivos fundamentos; alternando su enunciado con preceptos religiosos, morales y políticos de gran interés. Las Partidas provienen de fuentes variadísimas, pues se inspiran en las obras de los pensadores clásicos griegos y latinos, en la Biblia, en los padres de la Iglesia y en los filósofos medievales para afirmar en sus citas las razones de las leyes. En lo que es propiamente jurídico utilizan fundamentalmente el derecho romano y el canónico, así como las glosas; pero no prescinden, sin embargo, del derecho castellano, pues procuran armonizar las soluciones comunes con la terminología y las instituciones propias, creando así un sistema original. Su belleza literaria y la profundidad de sus ideas le dieron renombre universal; fue traducido a otros idiomas e influyó así en el desarrollo jurídico europeo.
Se estaba produciendo entonces una lucha entre el derecho común, más científico y técnico, que apoyado por los juristas trataba de introducirse en la práctica, y los derechos locales, de carácter tradicional, que tenían a su favor la aceptación de los pueblos. Luego de la batalla de las Navas de Tolosa (1212) el rey Alfonso VIII había dispuesto que se redactaran por escrito las costumbres territoriales de Castilla para confirmarlas. Se formaron así varias colecciones de fuentes (fazañas y costumbres) de origen privado, que no alcanzaron a ser aprobadas por los reyes. Esta elaboración del derecho tradicional prosigue a lo largo de los siglos XIII y XIV hasta rematar en la más conocida hoy, que es el Fuero Viejo de Castilla (1356).
Al mismo tiempo los reyes, que no habían intervenido personalmente en la formación del derecho durante los siglos anteriores, comienzan a legislar desde el siglo XIII en unión con las Cortes del reino. En las de Alcalá de Henares, reunidas en 1348, se sanciona el Ordenamiento de Alcalá que refunde otras leyes anteriores y en parte el derecho consuetudinario de Castilla ya redactado por escrito. La importancia de este Ordenamiento consiste: 1º) en que afirmó rotundamente “que al Rey pertenesce, e ha poder de facer fueros, e Leys, e de las interpretar, e declarar, e emendar”, atribuyéndole desde entonces la suprema potestad legislativa; y 2º) en que dispuso que para resolver los pleitos debían aplicarse en lo sucesivo, en primer término las leyes de ese Ordenamiento, a falta de ellas los fueros locales en todo aquello que estuviera en vigor, y por último, en ausencia de una disposición legal o de los fueros, las Partidas de Alfonso el Sabio ( ). Entró así en vigor, con carácter supletorio, el código que acreditaba el triunfo del derecho común, sin abandonar, empero, el sistema tradicional que debía ser aplicado con preferencia.
Este último, sin embargo, fue perdiendo vigor y dejó de desarrollarse en Castilla, siendo sustituido por la legislación real que se hizo cada vez más abundante y minuciosa. Los reyes católicos encargaron al doctor Alonso Díaz de Montalvo que recopilara las leyes y ordenanzas vigentes, así como las disposiciones del Fuero Real que estuvieran en uso, y en 1484 se publicaron y promulgaron las Ordenanzas Reales de Castilla, también llamadas “Ordenamiento de Montalvo”. Esta recopilación, hecha muy defectuosamente, reunió las leyes sancionadas en Cortes, las pragmáticas y ordenanzas de los reyes y algunas disposiciones del Fuero Real.
Estas reformas no fueron suficientes para concluir con la imprecisión del derecho en vigor. Para suplir sus vacíos se dispuso en 1499 que faltando una norma expresa se acudiera a las opiniones de los postglosadores más famosos del siglo XIV y XV: Bártolo, Baldo, Juan Andrés y el Abad Panormitano (ver nº 16). Pero esta solución fue pronto derogada.
Las Leyes de Toro (ver nº 19) suprimieron, en efecto, el recurso a la doctrina de los postglosadores (1505), y volvieron a sancionar el mismo orden de prelación de las leyes con una pequeña variante: 1º las leyes reales; 2º las disposiciones contenidas en los fueros, incluso el Fuero Real, en cuanto “son o fueren usadas” en cada lugar; y 3º las Siete Partidas. El problema de la vigencia del Fuero Juzgo y del Fuero Real nunca quedó resuelto, pues mientras algunos juristas sostenían que era necesario demostrar su uso para poder aplicarlos, otros consideraban que eran fueros generales que no necesitaban prueba. En cuanto a las Partidas, al entrar en vigor en 1348 como derecho supletorio se ordenó establecer su texto oficial, lo cual se hizo recién en 1555 al imprimir la edición preparada por Gregorio López, que además contenía las glosas latinas de este jurisconsulto.
De este modo, a principios de la Edad Moderna, Castilla era el único país de Europa que tenía un derecho casi totalmente escrito. Aunque continuaban en vigor los fueros locales y las antiguas costumbres ya fijadas por escrito, el derecho territorial sancionado por los reyes durante los siglos XIV y XV había alcanzado indiscutida primacía. Y desde el punto de vista doctrinario las Partidas seguían destacándose por su perfección científica, su orden sistemático y la abundancia de materias que abarcaban.
No ocurrió lo mismo en otras regiones de España. El derecho foral continuó rigiendo y desarrollándose en las provincias vascongadas, en Navarra, en Aragón y en Cataluña. En el reino aragonés las costumbres territoriales se redactaron por escritos con un sentido tradicional, opuesto a la recepción del derecho romano. Pero en Cataluña este último, ya en el siglo XV, acabó por prevalecer. Mucha importancia tuvo en toda Europa, además, el Libro del Consulado del Mar (Llibre del Consolat de Mar), redactado hacia 1370 por un especialista de Barcelona, que recopiló las fuentes de derecho marítimo entonces en uso, y fue aplicado en todo el Mediterráneo.

18. La Doctrina escolástica. – Así como la Baja Edad Media contempló el florecimiento de la ciencia jurídica, así también durante ese período la filosofía del derecho perfecciona una doctrina de alcances universales y de vigencia permanente que, por haber sido enseñada en las escuelas, se denomina escolástica.
Ya vimos antes como San Agustín había planteado las bases de la filosofía jurídica cristiana. Los teólogos medievales continuaron esa tradición, y no fueron pocos los canonistas que se elevaron también a las alturas de la filosofía. Pero tocó a Santo Tomás de Aquino (1225-1274), durante su corta pero laboriosa existencia, fijar con precisión ese pensamiento dándole una forma más depurada y profunda. Este monje dominico, nacido cerca de Nápoles, estudio en París y en Colonia bajo la dirección de San Alberto Magno, y luego fue profesor en las capitales de Francia y de su patria. De su numerosas obras – destinadas muchas de ellas a combatir los errores de su tiempo o a comentar los libros de Aristóteles – la más importantes y la que más nos interesa es la Summa Theologiae, que constituye un estudio analítico de los problemas teológicos, metafísicos y morales.
El sistema tomista constituye un majestuoso edificio que abarca todas las ramas de la filosofía, a la cual estudia desde el punto de vista cristiano, pero inspirándose en el pensamiento aristotélico y aprovechando también la obra de los escritores católicos.
Santo Tomás considera al universo entero como un conjunto ordenado en el cual cada ser ocupa el lugar que le corresponde y cumple la función asignada por el Creador. El mundo aparece así gobernado por Dios mediante reglas físicas y normas morales que constituyen la Ley Eterna. Esta es “la razón de la divina Sabiduría, en cuanto es directiva de todos los actos y mociones” ( ). La ley eterna regula los movimientos de las cosas (leyes físicas o naturales) y de los seres (leyes biológicas, religiosas y morales). Cuando se dirige a las cosas y a los seres irracionales la ley eterna tiene carácter necesario, pues sus reglas se imponen fatalmente. Y estas reglas son conocidas por los hombres no directamente, sino mediante la observación de sus efectos que las ciencias de la naturaleza estudian.
La misma ley eterna, cuando se dirige a los hombres, se llama ley natural, la cual no es otra cosa que la “participación de la ley eterna en la criatura racional”( ). La observancia de sus preceptos ya no tiene carácter necesario, sino voluntario, pues depende del libre albedrío de los hombres. Pero éstos se someten generalmente a ella porque por un lado coinciden con las propias inclinaciones de la naturaleza humana, y por el otro se imponen racionalmente señalando el camino del bien que todos apetecen y buscan.
El conocimiento de esa ley natural es innato en el hombre. Hay en cada uno de nosotros dos inclinaciones o hábitos: el especulativo, que conduce a la investigación de la verdad, y el práctico que dirige esa verdad a la acción. Los seres humanos tienen una tendencia natural tanto a conocer la verdad cuanto a discernir los principios morales de la acción, que los inclinan al bien. Esta luz o disposición natural se llama sindéresis, y no es otra cosa que el hábito que imprime en nuestra mente las verdades contenidas en la ley natural. La aplicación de estas verdades a los casos concretos ya es obra de la razón y de la voluntad humana, en el ejercicio de su libertad.
El contenido de esa ley natural puede resumirse en un solo precepto: hacer el bien y huir del mal. Abarca, por lo tanto, los primeros principios de la moral y del derecho, puesto que orienta los actos humanos por el camino de todas las virtudes. Pero no todos los actos virtuosos son obligatorios en el sentido jurídico, y por lo tanto el derecho natural es sólo una parte de la ley natural. Su contenido propio deriva racionalmente de las tres tendencias naturales del hombre: la conservación de la vida, la perpetuación de la especie y el deseo de conocer la verdad sobre Dios y de vivir en sociedad. De esta última tendencia provienen otros principios básicos de la convivencia humana: no dañar a otros, dar a cada uno lo suyo, etc.
La ley natural participa de los caracteres de la ley eterna y es por lo tanto universal e inmutable, es decir, rige en todos los tiempos y lugares. Pero esto se entiende con respecto a los primeros principios ya indicados, y no a las aplicaciones particulares de los mismos, que pueden variar según las circunstancias.
El derecho natural, a su vez, es el fundamento de la ley humana o positiva. Esta última se vincula a aquél de dos maneras: o bien deriva del derecho natural por vía de deducción de esos primeros principios, o bien es la reglamentación concreta de los casos no previstos en aquél. En el primer supuesto la ley humana participa en cierto modo de los caracteres del derecho natural en cuanto a su inmutabilidad y universalidad; en el segundo es contingente y variable, pues se adecua a las necesidades históricas de cada pueblo. El derecho positivo es, por lo demás, indispensable para imponer, mediante la coacción, una disciplina que asegure la paz y la justicia en la sociedad.
De tal manera Santo Tomás establece una verdadera jerarquía de leyes, puesto que la ley natura deriva de la eterna, y la positiva o humana debe ajustarse a aquella. En caso contrario, cuando el derecho sancionado por los hombres contraría esos principios superiores, “ya no será ley, sino corrupción de la ley”( ). Los hombres no tienen obligación de cumplir esas leyes injustas, y deben oponerse a ellas cuando contrarían las normas de Dios.
La teoría de la justicia que Santo Tomás expone proviene fundamentalmente de Aristóteles. Para aquél, la justicia es una virtud que “ordena al hombre en sus relaciones con otro”, y consiste en “el hábito por el cual se da, con una voluntad constante y perpetua, su derecho a cada uno” ( ). Desde un punto de vista, la justicia es una virtud general en cuanto orienta los actos humanos al bien común. Y como la ley es la encargada de procurar ese bien común, esa especie de justicia se llama también legal, “porque por ella el hombre se ajusta a la ley que ordena los actos de todas las virtudes al bien común” ( ).
Desde otro punto de vista, existe una justicia particular que persigue el bien de cada uno y sólo mediata o indirectamente el común. Esto ocurre de dos maneras: la justicia conmutativa regula, sobre la base de la igualdad, las obligaciones que surgen entre personas privadas, procurando que haya una equivalencia en los cambios, la compraventa, la permuta, etc.; y la justicia distributiva realiza el reparto de los bienes comunes que la autoridad hace entre las personas que le están subordinadas, teniendo en cuenta una proporción adecuada a la importancia de cada persona. En todos los casos se da lo que es suyo, lo que le pertenece a cada uno, ya porque le corresponde en propiedad (como el que recupera la cosa prestada), ya por razón de obligación (como el que recibe el precio de lo que ha vendido), ya porque las cosas comunes son en cierto modo de cada uno y se distribuyen según los méritos, como los premios, los honores, etc.
Hay por consiguiente en la teoría tomista tres especies de justicia: general o legal, distributiva y conmutativa, que regulan todas las relaciones posibles: de las partes al todo, del todo a las partes y de las partes entre sí. En esta forma quedó ampliada la clasificación bipartita de Aristóteles.
Mientras las otras virtudes (prudencia, templanza y fortaleza) perfeccionan al hombre considerado en sí mismo, individualmente, la justicia le señala el camino recto en sus relaciones con los demás. Y para imponerles esa conducta surge el derecho, que es así el objeto propio de la justicia puesto que trata de realizarla. La finalidad principal del derecho entronca en algo que lo supera y le da carácter sublime, pues se trata de la más importante de las virtudes morales. En esta forma el derecho no es sino una parte de la moral, la parte que regula y ordena los actos humanos para conseguir el bien común.



1 comentario:

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