lunes, 29 de octubre de 2012

Informe sobre Los Persas


En menos de 70 años, desde el año 560 AC, los reyes aqueménidas de Persia unificaron todas las naciones dispersas del antiguo Oriente en un solo ente político. Esta zona de más de 4.000 km de amplitud (áreas sombreadas) abarca los altos montes de Elburz y Zagros, el fértil valle situado entre los ríos Tigris y Eufrates y las colinas ricas en metales de Asia Menor.
La hegemonía aqueménida llegó a su cumbre después del año 55 AC, bajo Darío I. El núcleo del Imperio fue formado por los primeros aqueménidas, los cuales, desde una base situada en la región denominada Persia, se extendieron hacia antiguos reinos tales como Media y Asiria. Ciro el Grande creó su verdadera estructura imperial, y extendió su control hacia todas las tierras entre Bactriana y Frigia. Su sucesor, Cambises II, absorbió Egipto, y después Darío empujó el dominio persa hacia sus límites. Al culminar su reinado se completo la Carretera Real, de 2.560 km de longitud, la cual comunicaba el centro imperial de Susa con Sardes, en Lidia, así como el canal que unía el Mediterráneo con el Mar Rojo. Herodoto, cronista griego, menciona 28 regiones que figuran en la historia de Persia; 20 de ellas fueron satrapías o estados sometidos. Se han identificado también 23 ciudades y sitios arqueológicos dentro del dominio aqueménida.


RESEÑA HISTÓRICA
A partir del año 559 antes de nuestra era, los persas necesitaron solamente unos treinta años para salir de la oscuridad y crear el primer imperio del mundo. Durante ese tiempo -menos de una generación- los restantes pueblos, de Grecia a Etiopía, de Libia a la India, llegaron a considerar al monarca del trono de Persia como único rey. Así, los persas fueron los primeros en realizar un antiguo sueño: esteblecerse en gran escala a través de todo el Próximo Oriente como una poderosa comunidad administrada bajo la misma lengua -en este caso, el arameo- y bajo una sola ley. El imperio resultante, más de tres millones de kilómetros cuadrados, estaba poblado por unos 10 millones de habitantes.


Los primeros que lograron esta asombrosa centralización del poder fueron los aqueménidas -importante familia persa-. Explotando sus excepcionales dotes de gobierno y dirección, dirigieron su recién unificado mundo hacia una era de mayor comercio y a un más alto nivel de vida, nunca experimentado antes por la humanidad. Durante unos 200 años, bajo la protección de los aqueménidas, tanto las mercancías, como la gente y las ideas, atravesaban las viejas fronteras con relativa facilidad y en este proceso fueron convirtiendo las grandes ciudades del Imperio, como Babilonia, en verdaderos centros cosmopolitas.

La conquista fue la vanguardia de la expansión persa, aunque a pesar de su destreza militar, los aqueménidas no hubiesen podido mantener su vasto y heterogéneo dominio sólo por la fuerza. Gran parte de la fuerza que sostenía su espada procedía de un sistema de comunicaciones sometido a continua expansión y mejora, una adecuada estructura de gobierno y, por encima de todo, una sorprendente tolerancia hacia las leyes y tradiciones de los pueblos conquistados. Esta indulgencia representó un importantísimo factor, tanto social como fisiológicamente, para asegurar la lealtad y obediencia de los conquistados. También en religión los persas fueron tolerantes. En los primeros tiempos de su historia imperial desarrollaron una fe nacional basada en un panteón encabezado por el dios Ahuramazda, quien, según ellos, era el creador del cielo, de la tierra y del hombre. Sin embardo, los persas no intentaron imponer sus creencias en otras partes: al contrario, mantenían las creencias religiosas de los pueblos conquistados, con la teoría genial de que de ese modo estos pueblos les devolverían el favor con cierto grado de apoyo.

La sagacidad política de los persas no tiene nada en común con su perfeccionamiento cultural. Sus ideales educativos fueron limitados: "Montar a caballo, tirar al arco y decir la verdad". La originalidad en las artes y las ciencias fue abandonada en gran parte a los demás; ellos quedaban complacidos con apropiarse de los mejores adornos de sus esclavos y reformarlos a su gusto.

El orgullo constituyó un elemento esencial del carácter de la antigua Persia: orgullo en su rey, en su tierra, en la simplicidad esencial con la que consideraban sus propias vidas. Tradicionalmente, jamás un persa rezó para su propio bien; sólo por su rey y su pueblo. Tanto el orgullo como las plegarias sirvieron mientras Persia contó con dirigentes fuertes. Sin embargo, mucho antes de su colapso final, hacia el año 330 antes de nuestra era, el Imperio había empezado ya a mostrar algunos de los problemas que afectan a las superpotencias más modernas, entre los cuales pueden citarse las violentas luchas internas, la corrupción y una incontenida inflación.

Los aqueménidas dejaron relativamente pocos datos escritos sobre sí mismos: algunas inscripciones en monumentos, así como ciertas tablillas escritas en elamita, arcaico lenguaje de la parte sudoccidental del Irán. Sin embargo, la información más importante se encuentra en las historias de los griegos, como es el caso de lo desarrollado por Herodoto sobre las Guerras Persas, o los capítulos de Tucídides, Jenofonte y Ctesias, autores que escribieron con cierta extensión sobre los persas.

De hecho, la relación existente entre Grecia y sus colonias del Norte de África y Asia Menor con la historia de Persia es realmente muy íntima, ya que durante el período de ascendencia persa la marea de la civilización griega subía con mucha rapidez. Los comerciantes griegos eran los más directos rivales de los persas -hecho que condujo a las guerras entre Persia y los estados griegos, de las que resultó finalmente la derrota del Imperio.

Los entendidos de todos esos registros históricos, deducen con cierta seguridad que los persas formaban parte de una tribu familiar conocida como iranios, los cuales eran miembros de un grupo todavía mayor designado con el nombre de arios, un variado conjunto de tribus nómadas cuya tierra original radicaba probablemente en las llanuras eurasiáticas de la parte sur de Rusia. Aproximadamente entre el año 2000 y el 1800 antes de nuestra era, los arios iniciaron su migración desplazándose algunos hacia el subcontinente indio, mientras otros orientaban sus pasos hacia el oeste a través del Irán y penetraban hasta la parte norte de Mesopotamia y Siria. Alrededor del año 1400 AC, un tercer grupo de arios -que incluiría a los persas-  se trasladó hacia el interior del Irán procedente del noroeste y desplazándose gradualmente hacia el oeste.

La meseta irania sobre la que se asentaron, y que Ciro ensalzó más tarde por las rigurosas condiciones de vida que imponía a sus habitantes, se halla dominada por un anillo de duras montañas, algunas de las cuales se alzan hasta más de 3.600 m, que rodean una depresión central de desiertos salinos -una de las regiones más secas y hostiles del globo-´. Solamente en los valles formados por los pliegues de las montañas o en las llanuras adyacentes de la meseta podían asentarse grupos importantes de gente. La tierra, extremadamente cálida en verano, y a veces brutalmente fría en invierno, apenas era adecuada para la ganadería.

Las tribus iranias, en su caminar hacia el oeste se abrieron paso a través de la meseta, ladeando los montes Elburz que forman su borde norte, y a continuación se desviaron hacia el sureste a lo largo de los montes Zagros, que separan la meseta de las fértiles llanuras abundantemente pobladas de Mesopotamia. En su avance, los iranios desplazaron o conquistaron a otras tribus indígenas, como los Guti y Lullubi, que habitaban los Zagros hacía siglos. Los recién llegados pugnaron entre sí por conseguir los mejores territorios, y, permanecieron en ellos por un tiempo para acabar desplazándose y regresar de nuevo. Las principales tribus que componían estas masas de emigrantes incluían no sólo a los persas, sino también a los medos, quienes se convirtieron en sus vecinos en la meseta irania, a la vez que constituyeron una parte vital de su historia, primero como gobernadores de los persas y más tarde como sus principales vasallos.

Al noreste de los Zagros, en las tierras que rodean el lago Van (Turquía) y el Urmia (Irán), se hallaba Urartu, un estado relativamente joven aunque vigoroso. Al sur de Urartu, y sobre los bordes occidentales de los montes Zagros, en lo que actualmente constituye el Irak, residía el imperio de los asirios. Más al sur todavía estaba Babilonia, cuya capital se había erigido en centro comercial de aquel mundo. Más abajo de Babilonia, al a cabeza del Golfo Pérsico se hallaba Elam, con su centro en Susa -una civilización de más de 2.000 años de antigüedad, antes brillante, pero entonces decadente-.

Hacia la segunda mitad del siglo VIII antes de nuestra era, los asirios, en aquel momento la fuerza dominante del Próximo Oriente, habían aniquilado la fuerte resistencia de Urartu, sometido a Babilonia, vencido a los pequeños reinos de Canaán y conquistado Egipto. Aproximadamente hacia el año 640 AC, el rey asirio Assurbanipal acabó violentamente con los restos del independiente Elam afirmando con cierta bravura que había "transformado la tierra en un lugar estéril", y volvió a Asiria no sólo con los cautivos y el ganado conquistados, sino también con los huesos de los reyes muertos del reino de Elam.

Las antiguas tierras elamitas colonizadas por los persas quedaban aparentemente demasiado remotas y eran demasiado pobres -como los mismo persas- para atraer las furias de los asirios, aunque de todos modos las luchas entre asirios y medos se hicieron cada vez más frecuentes hasta llegar a aparecer en los anales asirios, cada vez con mayor frecuencia, referencias a los "distantes medos" y "los poderosos medos del este", que acabaron siendo considerados en general como oponentes dignos de respeto. Los asirios quedaron impresionados al hallar medos no sólo en los montes Zagros sino en todos los puntos de la meseta hasta los que habían llegado en su caminar hacia el este. Los medos luchaban a caballo, y  de ellos aprendieron los asirios a servirse de la caballería.

Por su parte, los medos aprendieron de los asirios los fundamentos de la organización política. Para defenderse a sí mismas, las tribus medas se unieron bajo el dominio de un único rey y formaron un solo estado, aproximadamente por el año 670 antes de nuestra era. Mientras tanto, el poder de los asirios desminuyó durante los últimos años del siglo VII antes de nuestra era, debido, en parte, al continuo estado de guerra, que acabó con sus reservas humanas. Libres de esta presión, los medas iniciaron la consstrucción de su propio imperio, imponiendo su mandato sobre los persas, entre otros pueblos.

Ecbatana, la actual Hamadán, era la capital, construida sobre la ruta principal que iba desde la Media Luna Fértil de las llanuras mesopotámicas hasta Asia central, a través de la meseta irania. Según Herodoto, el rey de los medos habitaba en un palacio separado de sus vasallos por siete paredes concéntricas. Solamente los miembros de la familia real podían verle.

A medida que retrocedió la amenaza asiria, no fueron los medos los únicos que adquirieron mayor fuerza; una renaciente Babilonia se alió con ellos contra los asirios. En esta tarea los medos aparentemente llevaron el peso mayor de la lucha. Los ejércitos medo y babilonio atacaron Nínive, que después de tres batallas quedó "convertida en un montón de ruinas". El rey asirio y sus tropas escaparon pero fueron aniquilados el año 609 AC.

A fin de lograr la unión entre los aliados victoriosos, una princesa meda se desposó con el rey babilónico Nabucodonosor. Este construyó para su esposa los famosos jardines colgantes, tal vez para mitigar la nostalgia de ella por las colinas medas. Mientras tanto ambos pueblos se repartían las conquistas. Nabucodonosor se quedó con la zona sur del imperio asirio, mientras que Ciaxares condujo a su pueblo hacia al oeste, a través de Urartu, para reclamar su parte del botín en la meseta de Anatolia.

Allí los medos se enfrentaron a un enemigo mucho más poderoso que los asirios: los lidios, que habitaban en la zona occidental de Anatolia, a lo largo de la costa del Mar Egeo de la Turquía moderna. Resistiendo la invasión de Ciaxares, los lidios consiguieron detener a los conquistadores de Asiria en seis difíciles campañas hasta el momento en que, al parecer, los dioses intervinieron; ello acaecó durante una batalla que los astrónomos han podido fechar exactamente como el día 28 de mayo del año 585 AC, en el que "el día se convirtió bruscamente en noche". Herodoto, que registró el fenómeno -de hecho, un eclipse solar-, observó que este acontecimiento puso tan nerviosos a ambos contendientes que rápidamente hicieron la paz.

Durante las tres décadas siguientes la zona experimentó un raro período de estabilidad, manteniéndose un equilibrio básico de poder entre los medos, Babilonia y Lidia. En retrospectiva, este pacífico intermedio puede considerarse como necesario antes del acto principal: el ascenso al poder de los persas. Dicha fuerza, en su desarrollo, acabaría por engullir a medos, lidios y babilonios y de rechazo incluso a los poderosos egipcios.

Alrededor del año 575 AC la esposa de un rey persa denominado Cambises, vasallo de los medos, dio a luz un hijo que recibió el nombre de Kurush, o Ciro según la designación griega, el cual había de convertirse en Ciro II, aunque el mundo le conoce más como Ciro el Grande, arquitecto y fundador del Imperio persa.

Según datos fidedignos de Herodoto, Ciro II llevaba sangre meda; el historiador afirma que su abuelo era el rey medo Astiages, quien había desposado a su hija Mandane  con su vasallo persa Cambises, en lugar de on uno de sus propios y estimados medos. La razón que le impulsó a realizar esta boda de rango inferior para su hija se halla en un sueño del propio Astiages, según el cual Mandane había expresado una profunda aversión hacia él y su reinado.

Conforme al relato de Herodoto, los dioses continuaron alarmando a Astiages con sueños semejantes, y por ello, cuando Mandane dio a luz a Ciro, el real abuelo decidió que el recién nacido fuera asesinado. A este fin, ordenó a Harpagus, uno de sus oficiales, que llevase a cabo la sentencia. Sin ambargo, Harpagus no tuvo ánimos de cumplir esta orden y, en su lugar, lo escondió con unos pastores de la montaña, quienes aceptaron educar a Ciro hasta hacerle un hombre. Cuando Astiages descubrió esta desobediencia, hizo decapitar al propio hijo de Harpagus y sirvió la cabeza, durante un banquete, al padre insubordinado. Años más tarde, después de haber esperado pacientemente su venganza, Harpagus convenció a Ciro a encabezar la rebelión de los persas y a levantar al ejército de los medos contra su rey.

Ciro II asumió el trono de Anshan en el año 559 AC y a continuación se convirtió en el rey de todos los persas, subyugando a la otra rama de los aqueménidas. Al mismo tiempo empezó pronto a dar señales de independencia de su soberano medo Astiages. El proceso, en su totalidad, no llevó más de diez años.

Los persas adquirieron muchas cosas valiosas de los medos: sus dominios, su ejército bien organizado, así como gran parte de su concepto de reinado, que daba énfasis a los rituales y protocolos reales. También heredaron la vieja rivalidad de los medos con Lidia.

En el año 540 AC, en su 19º año como rey de los Persas, Ciro lanzó su campaña contra Babilonia. Luego de su triunfo los persas adquirieron así mucho más que el principal centro comercial del mundo y las tierras agrícolas inmensamente productivas de la Mesopotamia. Entre estos dominios se encontraba Fenicia, cuya flota había de resultar la mejor conquista, ya que, con las naves y marinos de Fenicia a su disposición los persas se convirtieron en una gran potencia marítima.

Esta consolidación del Imperio persa despertó en Ciro nuevas ambiciones y empezó los preparativos para nuevas conquistas. Al cabo de un año liberó a los israelitas cautivos en Babilonia, que habían sido llevados allí el año 589 AC, les devolvió sus tesoros de oro y plata expoliados de su templo de Jerusalén y devolvió 40.000 de ellos a su hogar. Aunque este gesto magnánimo concordaba perfectamente con su política de justicia y libertad religiosa para sus vasallos, le aseguró también la gratitud y lealtad del pueblo cananeo, y Canaán controlaba la ruta terrestre que conducía a la última gran nación que todavía quedaba fuera del Imperio persa: el viejo y opulento Egipto.

Sin embargo, Ciro nunca llegó a Egipto, yq que con la conquista de Babilonia, el área, población y poder del Imperio persa habían alcanzado unas proporciones tan gigantescas que el monarca debió dedicarse durante algún tiempo a estructurar su propio aparato de gobierno a fin de organizar los inmensos territorios bajo su dominio. Cuando finalmente podía haber tenido algún tiempo para planear la campaña egipcia, llegaron noticias sobre problemas en el este. Allí los nómadas dirigidos por la reina Tomiris estaban poniendo en peligro sus provincias fronterizas, por lo que Ciro ordenó tomar medidas y personalmente dirigió la expedición.

Según costumbre, persiguió al enemigo en su propio territorio, en donde el año 530 AC las feroces tribus se unieron y dieron una batalla, que, según Herodoto, resultó "la más violenta de las habidas hasta entonces". En ella perecieron la mayoría de los persas, y también Ciro, cuyo cuerpo fue transportado luego a Pasargada y colocado en la tumba real que él mismo había diseñado.

Tras la muerte de Ciro, el dilatado reino entró en un período caótico. Su hijo Cambises II heredó el trono y gobernó siguiendo la política de Ciro de mantener altos dignatarios babilónicos en sus oficinas, aunque contrariamente a su padre, se había distinguido en su trato con persas y extraños por un notable despotismo. No obstante, prosiguió con éxito los planes de su padre para la conquista de Egipto; en una rápida campaña militar de cerca de un año, derrotó al ejército egipcio.

Pero poco tiempo después, llamado de nuevo a Persia a fin de enfrentarse a una crisis política -un usurpador había ocupado su trono-,  Cambises falleció. y sobrevinieron años de luchas conflictivas por el trono persa que casi acabaron con el gran Imperio, hasta la llegada de Darío, uno de los oficiales de Cambises en Egipto y primo lejano suyo.

El carisma de Darío fue de la misma clase que el de Ciro. Durante la campaña egipcia dirigida por Cambises, Darío había actuado como comandante de un cuerpo escogido del ejército denominado de los Diez Mil Inmortales, puesto que cuando algunos hombres morían o quedaban imposibilitados eran sustituidos inmediatamente, de forma que el número de dicho cuerpo nunca bajaba de diez mil. Estas tropas siguieron ciegamente a Darío durante el período de las rebeliones.

Era un hombre relativamente modesto. Las cualidades de las que se vanagloriaba eran simples: "Soy amigo del bien y enemigo del mal. No tengo un temperamento agitado y cuando me enfado mantengo firmemente el control gracias a mi poder de concentración. Soy un buen luchador".

Como descendiente espiritual de Ciro, Darío prosiguió la conquista, conduciendo a su ejército nuevamente a las puertas de la India, donde un cuarto de siglo antes Ciro se había contentado con fijar los límites orientales de su Imperio. Sin embargo, Darío deseaba la totalidad de la India occidental hasta llegar al río Indo y lo consiguió. La nueva provincia, Hindush, donde los arroyos bajaban repletos de arenas de oro, se convirtió en la fuente de riqueza más importante del Imperio.

La siguiente campaña emprendida por Darío se caracterizó también por motivos económicos de largo alcance, ya que implicaba la disminución del poder del estado griego como rival en el comercio mediterráneo. Según el estilo propio de Darío, se dedicó a planificar aquella conquista a escala monumental, reuniendo para ello centenares de ingenieros y constructores de barcos, así como un enorme ejército, estimado en 70.000. El objetivo radicaba en lograr la sumisión de los guerreros getai de Tracia y de los nómadas escintios que habitaban la zona comprendida entre los ríos Danubio y Don. Con esta empresa esperaba cortar el tráfico de suministro de grano y madera para la construcción de navíos que tenía su origen en el interior de los Balcanes y que era esencial para la prosperidad de la Grecia europea.

Avanzó a través de Tracia con poca resistencia. Habiendo alcanzado un lugar adecuado sobre el Danubio, el ejército imperial cruzó el río y deambuló sin rumbo por las estepas durante dos meses, sin lograr atraer a los escintios a una batalla decisiva y sin poder encontrar provisiones, ya que éstos prendían fuego a sus propios campos y graneros en su retirada. Según Herodoto, los persas llegaron a tal estado de desesperación que abandonaron a sus enfermos y heridos antes de emprender el regreso al puente del Danubio, donde llegaron justo a tiempo ya que los aliados de Jonia, habiendo perdido la esperanza del éxito de la expedición, estaban a punto de retirar sus barcos.

Darío regresó a sus dominios, pero dejó tras de sí un ejército que completó la conquista de Tracia y de Macedonia. Ya Rey de Reyes, emperador de Asia y de África, podía considerarse una importante fuerza en Europa. Con ello había conseguido cumplir su sueño rescatando el Imperio de la desintegración y elevándolo al dominio del mundo civilizado.

Un factor esencial en el desarrollo del pueblo persa se vincula con la construcción de su aparato administrativo, particularmente por Darío.

El Imperio derivaba su energía fundamental de la autoridad del propio rey. Dicha autoridad, aunque puesta en peligro varias veces por la rebelión de algunos súbditos, por los propios métodos fortuitos se sucesión o las intrigas entre los miembros de la corte, fue cuidadosamente mantenida bajo el divino patrocinio del dios supremo Ahuramazda, al a vez que él descansaba en un inmutable cuerpo de leyes basado en precedentes y -en último término- en la palabra indiscutible del rey.

La autoridad real se ejercía a través de un complejo sistema de gobierno: una burocracia dirigida por los nobles persas; un cuerpo de escribas que mantenían los registros; un tesoro que recaudaba los ingresos y se encargaba de los gastos, particularmente para programas de edificación patrocinados por el estado, así como una buena red de comunicaciones. Finalmente, los persas recogieran los frutos del Imperio procedentes de alejadas satrapías y colonias conquistadas mediante una buena organización naval y militar móvil y bien entrenada.

La casa real incluía muchos servidores personales, muchas veces de alta alcurnia, y aunque la mayoría procedían de familias persas o medas, algunos extranjeros hallaron también lugar en el favor regio. Los privilegios del rey incluían un harén real, que formaba una comunidad importante e incluía a las mismas esposas del rey. Darío tuvo cuatro, y los demás monarcas probablemente muchas más -sus concubinas, eran seleccionadas de entre las mujeres más atractivas del reino-. Posiblemente habitaban también en la casa real la reina madre, las hermanas no casadas del rey, una multitud de descendientes reales entre los que se incluía el príncipe heredero, y un contingente de eunucos. Según costumbre de aquella época, los servidores del harén seleccionados entre los pueblos persas, eran castrados antes de ser colocados en lugares de responsabilidad personal para la familia real. En años posteriores el harén fue adquiriendo progresivamente una peligrosa influencia política, transformándose en un centro de conspiraciones e intrigas.

El mantenimiento de la autoridad real implicaba un alto grado ceremonial incluso en la conducta de los asuntos diarios; siempre se procuraba guardar rígidamente el protocolo. Una aspecto importante de este protocolo descasaba en la suposición del origen divino del poder real. Los monarcas persas adoptaron probablemente este concepto de los primeros reyes mesopotámicos, quienes creían que sus reinos estaban apoyados por dioses protectores.

Este supuesta delegación de poder divino al rey constituía el meollo moral de la prerrogativa real absoluta de hacer y administrar la ley. Sin embargo, el dirigente quedaba ligado por la tradición, que le obligaba a consultar con sus altos oficiales y con otros nobles antes de llegar a decisiones cruciales. Los jueces no eran propensos a distorsionar la ley, pero a la vez se mostraban igualmente incapaces de adoptar una decisión desagradable para el rey, y en algunos casos, cuando se veían constreñidos por una justificación que no podía ajustarse estrictamente a la letra de la ley, emitían un veredicto ambiguo dejando que el soberano lo interpretase.

Aunque la ley pudiera ser más flexible al ser aplicada a quienes ocupaban el trono, por lo demás era inmutable e irrevocable. Los propios reyes apoyaban un fuerte y respetado mecanismo legal, ya que -al igual que el comercio se basa en la confianza entre el comprador y el vendedor- la ley constituía algo esencial para el comercio de los persas y para su agricultura a gran escala. Los duros castigos incluían comúnmente la mutilación, el empalamiento y la crucifixión, y no existían penas más graves que las que se imponían a los magistrados en desgracias.

Para poder transmitir a los jueces las nuevas leyes y regulaciones decretadas por la corte del rey, el soberano y sus consejeros contaban con toda seguridad con el servicio de uno o más escribas. Puesto que el conocimiento de las letras era muy poco frecuente en Persia, los escribas podían considerarse como una parte de los funcionarios de mayor importancia al servicio del rey. La lengua hablada con mayor frecuencia en la corte real era el antiguo persa, aunque la lengua para las transcripciones, los negocios y la diplomacia era el arameo.

Los principales problemas de las operaciones diarias caían sobre una jerarquía de burócratas, dirigidos, a partir de Darío en adelante, por un pequeño grupo de nobles persas. También, a partir de este monarca, se instituyó como institución a las Siete Familias, correspondiente a las casas más distinguidas de Persia, conformando el círculo interno de la corte .

Inmediatamente por debajo de los miembros de las Siete Familias existía otra categoría especial de terratenientes hereditarios, entre ellos los oficiales militares de alto rango, los sacerdotes principales y los oficiales del gobierno -hombres que supervisaban el tesoro imperial, hacían cumplir la ley real, o realizaban otras políticas administrativas relacionadas con el comercio, la irrigación y la agricultura-.

Los sátrapas, aunque raras veces formaban parte de la corte, eran tan importantes para el sistema como la aristocracia real, y la mayoría de ellos fueron seleccionados, durante y después del reinado de Darío, entre las filas de las Siete Familias como parte de un consciente programa de persianización de las provincias.

Los nobles persas que ocupaban los puestos superiores dentro y fuera de la corte se hallaban ligados al rey por un tipo de contrato feudal. Los beneficiarios de la magnanimidad real, en forma de tierras y otros regales, estaban obligados a rendir una firme lealtad personal al soberano y a hacer el servicio militar como oficiales; también debían aportar tropas en número proporcionado a la cantidad de tierra que poseían. Los hombres ligados de esta manera al rey eran identificados por el cinturón de cuero con que llevaban ceñido el cuerpo, y cualquier fallo en cumplir el contrato real significaba el corte de su cinturón y posiblemente la muerte.

Existía una tendencia a desplazar la corte a través de la extensa geografía de los dominios persas, a fin -entre otras cosas- de escaparle a las inclemencias climáticas. Para ello resultaba necesario adoptar un rápido y seguro sistema de comunicación. Como suprema prioridad para Darío, se creó un servicio real para todo el Imperio. Los mensajes cruzados entre Darío y sus gobernadores, eran transportados por jinetes de relevos con caballos especialmente preparados para correr. Para mensajes cortos que exigían una rápida respuesta, tales como noticias relacionadas con algún levantamiento local, los persas montaron un sistema postal complementado por señales que podían ser transmitidas incluso más rápidamente a lo largo de cadenas de torres situadas en las colinas. Probablemente los mensajes eran trasmitidos en un código óptico análogo al sistema Morse moderno.

Aunque los sátrapas alcanzaban a administrar una gran cuota de poder, no por ello estaban exentos del control de las guarniciones militares distribuidas por todo el Imperio. Nominalmente el sátrapa era el comandante militar supremo de su zona, y en tiempo de guerra las tropas de la guarnición podían quedar incorporadas en una fuerza bajo su mando. Sin embargo, por lo general los comandantes de la guarnición eran directamente responsables ante el propio rey, a través de una cadena diferente de órdenes que pasaban por algo al gobernador provincial. De este modo, cualquier sátrapa o posible insurgente, con la idea de evadirse del dominio e impuestos persas, no tenía más que dirigir la vista la guarnición local, compuesta por duros y disciplinados soldados, para reconsiderar el asunto.

Además del entrenamiento militar general, los hijos de las principales familias persas recibían una adecuada preparación para sus futuros cargos de sátrapas, jueces y oficiales reales, lo cual incluía el aprendizaje de la historia heroica de sus antepasados, conocimiento de cómo funcionaba la corte y la ley real e instrucción en las creencias y prácticas de la religión real. El núcleo profesional del ejército era el de los famosos Diez Mil Inmortales, los cuales componían la elite de la guardia personal del rey.

En el plano espiritual, la profundidad de su devoción religiosa, coloca a los persas junto a los pueblos más creyentes que en el mundo han sido. Al igual que la cristiandad y el islam, el zoroastrismo fue revolucionario en sus inicios, y al igual que ambas religiones, fue fundado por un hombre Zarathustra, más conocido en el mundo occidental como Zoroastro, versión griega de su nombre. Era un monoteísmo casi puro centrado alrededor de un ser supremo que recibía el nombre de Ahuramazda, quien -según Zoroastro- creó al hombre, la luz y la oscuridad, así como todo lo demás, tanto material como espiritual. Entre las más importantes cosas creadas por la suprema deidad, había dos fuerzas opuestas. Una, que representaba la Verdad, se denominaba Spenta Mainyu, el Espíritu Santo. La otra, Angra Mainyu, el Espíritu Destructivo, representaba la Mentira. Ambas fuerzas ejercen constantemente un influjo sobre los hombres, cuya responsabilidad moral reside en la selección entre ambas. El gran dios juzgaría al hombre después de la muerte: si éste había escogido el bien, recibiría una vida eterna de facilidades y prosperidad; mientras que si había elegido el mal, recibiría un tormento eterno.

Aunque es posible delinear las creencias y rituales de la religión de Zoroastro, su evolución es más difícil de trazar al no disponer de respuestas firmes en relación a cómo llegó este credo a los persas, y cuándo y por qué sufrió modificaciones tras su adopción por los reyes aqueménidas. Ya en tiempos de Artajerjes I, sucesor de Jerjes, el zoroastrismo no constituía la fe pura predicada por Zoroastro. Aproximadamente hacia el año 441 AC el núcleo monoteístico de la religión había experimentado una relativa atrofia con Ahuramazda equiparado con dioses que no habían tenido ninguna conexión real en el pensamiento de Zoroastro.

Mithra puede ser considerado el más significativo de todos los antiguos dioses iraníes que alcanzaron preeminencia en la naciente religión híbrida. Considerado antes como el principal guardián de la santidad contractual, Mithra se convirtió en un dios casi tan importante como el propio Ahuramazda.

EL ECLIPSE

Cuando Jerjes heredó el Imperio persa en el año 486 AC, la gracia de Ahuramazda parecía no conocer límites y el futuro de los aqueménidas era desde luego brillante. A los 35 años, el príncipe heredero había recibido el manto y los títulos de realeza como justo heredero de Darío el Grande, que había vivido con honor y fallecido de muerte natural.

Según parece Jerjes había de ser el último Gran Rey en subir al trono bajo tales auspicios. tras su reinado de 22 años, la falta de previsión de sus predecesores en relación con el problema de la sucesión influyó gravemente sobre la monarquía. En total fueron seis los aqueménidas que sucedieron a Jerjes, y la ascensión de cada uno de ellos estuvo marcada por la intriga y el derramamiento de sangre.

Mientras se iban acumulando los problemas internos de los aqueménidas, crecían también las confrontaciones con los griegos, cuyo poder se había multiplicado notablemente desde que Ciro el Grande, al principio de sus campañas imperiales, había aplastado a Creso de Lidia. A Ciro le había sido fácil recobrar los vecinos estados colonizados por los griegos del Asia Menor, uno a uno, sin que ello despertase ninguna protesta de sus hermanos de la Grecia europea. Sin embargo, cuando Darío, en el año 513, lanzó su expedición de castigo contra los escitas, se vio obligado a atravesar primero el mundo griego. La mayor parte de las ciudades-estado de Grecia se sometieron pacíficamente a la invasión, aunque Atenas y Eretria esperaron su revancha, y en el año 499 AC proporcionaron hombres y navíos a las humilladas ciudades jónicas cuando éstas se rebelaron contra Persia. Dicha ayuda no sirvió de nada, ya que los jonios no consiguieron infligir daño alguno a Persia, más allá del incendio de la capital de la satrapía de Sardes. Sin embargo, tanto este episodio, como los castigos resultantes impuestos por Darío, tendrían una gran preponderancia en lo que respecta a las causas por las cuales se iniciarían las Guerras Médicas con una duración de 50 años.

Para vengar el incendio de Sardes, Darío preparó un asalto por mar de la propia Grecia. Mientras reunía las tropas y equipaba los navíos, envió mensajeros a Grecia de ciudad en ciudad para pedir la sumisión voluntaria. Algunas sucumbieron a la presión, pero Esparta, Atenas y Eretria se negaron y Esparta y Atenas formaron una alianza contra la amenaza persa, que probablemente el Gran Rey tomó en bromo.

En el verano del año 490 AC un ejército de 25.000 hombres, transportados por 600 navíos, invadió Grecia con la intención de concentrar su ataque en las ciudades que se habían negado a someterse. Traicionada desde dentro por simpatizantes persas, Eretria fue conquistada en seis días. Luego la flota persa entró en la bahía de Maratón y el ejército se dispuso a marchar sobre Atenas. Los atenienses no tenían otra elección que atacar a las fuerzas persas antes de que éstas pudiesen rodear la ciudad y aislarlos de sus aliados espartanos. El 12 de agosto del año 490 AC, la infantería griega presentó batalla en Maratón. El asalto hizo retroceder a los invasores hasta sus navíos, y sin dudar, los griegos les siguieron; penetraron en el agua y afianzaron los cables de las áncoras de los navíos a fin de evitar que pudiesen escapar. De esta forma capturaron siete barcos. Al día siguiente los persas intentaron un segundo ataque, pero sin éxito; sólo para acabar descubriendo que los incansables moradores de Atenas se estaban preparando para repetir la hazaña del día anterior. Desmoralizada, la expedición persa, reducido su número en 6.400 bajas, emprendió regreso hacia la seguridad del territorio imperial.

Cuando Darío falleció, a la edad de 64 años, llevaba en el trono 36. En aquel histórico momento para Persia, el príncipe heredero, Jerjes, recibió una tarea titánica. Volviendo su espalda durante varios años a los problemas relacionados con el nuevo poderío, Jerjes centró todo el peso de sus ejércitos imperiales sobre la rebelión de los egipcios, así como contra otra en Babilonia en el año 482 AC.

Jerjes actuó vigorosamente, castigando con dureza a las dos satrapías por su insurrección. Ambas perdieron la condición privilegiada de que habían disfrutado como civilizaciones imperiales en su propio derecho. En lugar de tolerancia y grado adecuado de autonomía local, Jerjes utilizó a partir de entonces la fuerza bruta como instrumento de dominio de dichas regiones. Cuando Jerjes hubo terminado con estos problemas, consideró apropiado utilizar estos mismos métodos sobre los griegos. Según los historiadores modernos se cree que las fuerzas persas se aproximaban a 200.000 soldados y 1.200 navíos, lo que constituyó un fuerte esfuerzo de preparación bien aprovechado por los griegos. Esparta pudo formar una coalición griega con treinta estados que acordaron dejar a un lado sus propias hostilidades mientras durase la crisis, desplegando dos fuerzas coordinadas: una, terrestre, al mando de Leónidas; la otra marítima, al mando de Euribíades. Con sumo profesionalismo, los griegos seleccionaron un campo de batalla favorable, en las Termópilas, un estrecho paso costero.

Pese a un número muy reducido de defensores griegos -7.000 efetivos- el estrecho -de 150 metros de ancho- hizo posible que el número propio de los atacantes importara poco, sumado a la resistencia tenaz de los griegos. En sucesivos intentos, que incluyeron el despliegue de los Inmortales, Jerjes ordenó la retirada de los maltrechos medos.

Como consecuencia de la delación de un traidor griego, los persas supieron de un camino alternativo y poco conocido que les habría de permitir rodear, a través de la montaña, la posición griega y tomarla por la retaguardia. Leónidas se dio cuenta del seguro cerco, y ordenó la retirada de la mayor parte de sus tropas en dirección al istmo de Corinto, permaneciendo al frente de 300 espartanos que sacrificaron sus vidas con el objeto de retrasar a Jerjes. Una vez barrida la oposición, Jerjes avanzó hacia Atenas, que por órdenes de Temístocles, jefe militar de Atenas, había sido abandonada, a excepción de una efímera resistencia rápidamente abatida. Los persas saquearon Atenas, quemando los edificios de la Acrópolis.

Pero la algarabía persa duraría muy poco. Mientras los ejércitos persas se concentraban en tierra, la flota imperial se aproximó a la flota griega, que se había retirado junto a la isla de Salamina, para defender a los moradores de Atenas que habían buscado refugio en ella, y separada de la costa por un estrecho de reducidas dimensiones, donde precisamente se hallaba la flota griega.

Luego de bloquear ambos extremos del estrecho, y con Jerjes confiado en una segura victoria, penetraron para atacar. Sin embargo, la estrechez del paso entre la tierra y la isla creó una grave desventaja para los persas. Los aliados persas eran tantos en número que a cada momento se interceptaban entre sí; sin embargo los griegos se movían ordenadamente, lanzando sus sólidos navíos contra los barcos enemigos. El desconcierto acabó en una derrota. Los barcos persas suficientemente afortunados pudieron escapar, apresurándose a huir hacia Felerón, donde atracaron bajo la protección de las fuerzas terrestres persas. Los griegos, por su parte, arrastraron sus navíos inutilizados hasta Salamina y, convencidos del regreso persa, se prepararon para una nueva lucha. Pero ello no ocurrió, ya que Jerjes temía que los victoriosos griegos navegasen hasta el Helesponto y destruyesen sus puentes, cortándole su retirada.

El significado de la derrota persa a largo plazo no fue comprendido bien por los aqueménidas. Jerjes todavía podía consolarse a sí mismo pensando que su reino seguía siendo la mayor potencia del mundo. En términos territoriales, la pérdida de Grecia podía considerarse despreciable, por lo que el Gran Rey, entonces en el séptimo año de su reinado, reanudó complacido la dirección de sus asuntos relacionados con la marcha del Imperio. A partir de entonces, Jerjes mostraría poco interés en planes ambiciosos, recluyéndose en sus palacios. Pero su reinado finalizaría abruptamente. A causa de las intrigas del comandante de la guardia de palacio y del chambelán real, Jerjes moriría asesinado en su lecho, en el año 465 AC.  A partir de aquel año, los destinos de Persia serían depositados en manos de una serie de reyes que combinarían los defectos propios de la envidia, con la ineptitud política y militar.

En los reinados de Artajerjes I, Darío II, y Artajerjes II la crueldad más feroz contribuiría a acelerar la decadencia. Aunque con Artajerjes III el declive de Persia parecía finalizar, la muerte por envenenamiento de éste -en manos del eunuco Bagoas- sellaría cualquier posibilidad de resurgimiento del perdido vigor del Imperio. En el año 336 AC, Darío III iniciaría su reinado luego de dar muerte a Bagoas. Sin embargo, el gran sistema imperial desarrollado por el primer Darío se hallaba erosionado por la corrupción y la mala administración, por lo cual Persia ofrecía una oportunidad para la invasión griega a gran escala. En el año 336 AC, un joven de 20 años llamado Alejandro de Macedonia prepararía un ejército para clavar lanza en el suelo de Asia.

Fuente: http://www.escolares.com.ar/historia/los-persas.html

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