CAPÍTULO V
LA LEY PENAL Y LA EVOLUCIÓN DEL DERECHO PENAL ROMANO
En la punición doméstica, en el derecho de la guerra y en el sistema de la coercición del magistrado, existía una injusticia o infracción, un procedimiento y un castigo de esta injusticia; existía hasta un poder jurídicamente superior al agente de tal injusticia y que imponía a este el castigo de una manera coactiva; puede, pues, hablarse en tal sentido de la existencia aquí de una pena; lo que no puede decirse que exista es un derecho penal. La injusticia moral se les presentaba a todos los individuos concreta y circunstancialmente determinada, así por lo tocante a su naturaleza como por lo relativo al tiempo; no mucho menos concreta y determinada era la sentencia en que se fijaban los elementos constitutivos del hecho criminoso; todavía en mayor grado lo estaba la medida de la reparación adecuada a la culpa cometida. El jefe doméstico, el jefe militar y el magistrado con imperium dentro de la ciudad de Roma castigaban, pero su punición representaba siempre y de una manera necesaria un acto discrecional, fundado en el arbitrio.
El ejercicio de este no era una injusticia. Pero la expiación de la noxa, en el caso de que el padre entregara el hijo culpable a la persona dañada por este, o en el caso de que la comunidad entregara el ciudadano culpable a la comunidad vecina perjudicada por él, así como también el fallo criminal pronunciado por el rey contra los desertores y los homicidas, eran actos de justicia prescritos y mandados legalmente.
El jefe doméstico también era padre, y entre los siete reyes, seis lo fueron efectivamente. El ejercicio de la punición doméstica por el Consejo de parientes, del propio modo que la intervención del Colegio de los feciales en el cumplimiento de los pactos internacionales, no eran verdaderos juicios en sentido formal; sin embargo, la verdad es que por lo menos se realizaban con tanta conciencia y escrupulosidad como podía realizarse la administración de justicia regulada por la ley. Los conceptos de culpa y de pena son tan antiguos como la humanidad, y no han nacido como un efecto de la ley penal. Pero el alta cargo del rey, el cual separaba lo justo de lo injusto a su discrecional arbitrio, según la concepción jurídica romana, y no estaba obligado a atenerse a ninguna ley penal, podía también ejercerse de un modo injusto, y por tanto, podían resultar males de ello. Solamente era posible el discrecional arbitrio del rey, ejerciéndolo de un modo equitativo; en el caso de que lo ejerciera contra la equidad, la soberanía del rey caía por tierra y era remplazada por la de la ley.
Comienza el derecho penal en aquel mismo momento en que la ley del Estado (comprendiendo dentro de ella a la costumbre con fuerza legal) pone limitaciones al arbitrio del depositario del poder penal, esto es, del juez sentenciador. La ley designa objetivamente cuáles sean las acciones inmorales contra las que hay que proceder por causa y en beneficio de la comunidad, y por lo tanto, prohibe a la vez el empleo de tal procedimiento contra todas las demás. La ley organiza de un modo positivo el procedimiento para la persecución de aquellas. Esa misma ley señala de un modo fijo la reparación que corresponde imponer por cada uno de los delitos. El derecho penal público de Roma comienza con la ley valeria, la cual sometió al requisito de la confirmación por la ciudadanía las sentencias capitales pronunciadas por el magistrado contra los ciudadanos romanos; el derecho penal privado del mismo pueblo comenzó, por su parte, con aquella organización en virtud de la cual el pretor fue desposeído de la facultad de resolver definitivamente los asuntos penales, quedándole solo la de resolverlos de un modo condicional y remitiendo al jurado el negocio para que él diese su resolución acerca de la condición señalada. De ahora en adelante no podía haber en Roma ningún delito sin previa ley criminal, ningún procedimiento penal sin previa ley procesal, ni ninguna pena sin previa ley penal. No quedó en manera alguna abolido con esto el arbitrio del magistrado; aun ahora podía este castigar hechos no fijados como delitos por la ley, sin atenerse a procedimiento alguno determinado de antemano por la misma y fijando la medida de la pena a su arbitrio: tal acontecía, de una parte, con lo relativo al derecho de la guerra, y de otra, con lo relativo al ejercicio de la coercición dentro de la ciudad; pero al lado de esta facultad de coercición libre por parte de los magistrados, empezó también a existir una facultad de juzgar restringida por la ley. A esta judicación penal, considerada en el sentido estricto de la palabra» se le asignó un campo reducido en comparación de aquel en que dominaba la coercición penal. Que el procedimiento penal sujeto a formalidades no pudiera tener lugar más que dentro de la ciudad de Roma, es cosa que se explica dado el carácter municipal de la comunidad romana; lo que no se concilia con la esen cía de aquel derecho es que el procedimiento penal público no estuviera estatuido más que con relación a los ciudadanos varones, no siendo aplicable a los no ciudadanos ni a las mujeres. Esta limitación fue bien pronto rota, en el proceso evolutivo del derecho romano, con relación al derecho civil, aun con relación al derecho civil tocante a los delitos; el derecho penal público, en cambio, quedó en esta materia enteramente rezagado con respecto al derecho civil, debido a la circunstancia de servirle necesariamente de complemento el sistema de la coercición ilimitada, y al hecho de tener por fuerza que imponerse y ejecutarse las penas dentro de la ciudad. Una vez que se instituyeron tribunales civiles, así en los municipios de Italia como en las provincias, hízose extensivo a una y otras el procedimiento que en Roma se aplicaba a los delitos privados; sin embargo, no solo continuó reducido a la ciudad de Roma únicamente el empleo del procedimiento penal público de los Comicios con el magistrado, mientras tal procedimiento tuvo existencia, sino que aun el procedimiento por quaestiones, con su sistema de jurados, procedimiento que se introdujo para conocer y fallar los delitos públicos, si se aplicó, además de en Roma, en Italia, solo de una manera incompleta se llevo a las provincias. De aquí que en los mismos tiempos del Imperio el procedimiento penal usado en estas no llegara nunca a emanciparse del todo de su carácter de coercición, no obstante que se aproximaba al procedimiento penal ordinario y que había tomado de este la definición legal de los delitos, la medida legal de las penas y, en lo esencial, hasta las reglas procesales. Cuando más tarde desaparecieron los tribunales de jurados y se hizo caso omiso de las formalidades del procedimiento, menos campo cedió la coercición la judicación que, al contrario, esta a aquella.
Antes de desarrollar los conceptos generales que tanto han de ser empleados en los siguientes libros, los de delito, persona, voluntad, hecho, paréceme oportuno exponer un breve resumen de los comienzos y de las líneas generales de la evolución del derecho penal romano. Las pruebas de las afirmaciones que hagamos no se encontrarán en el presente capítulo, sino que estarán diseminadas en todo el libro, hasta donde es posible darlas; pues para exposiciones como la que vamos a intentar aquí, debe el historiador exigir y hacer uso del derecho que al artista se concede. Ninguna nación ofrece, para el conocimiento de los grados primitivos de la evolución social humana tan pocas tradiciones como la itálica, de cuyos representantes no consiguió llegar a la época histórica más que la Roma latina. No solo la ciudad de Roma, que es donde comienza realmente la tradición, era ya una comunidad muy desarrollada, que había experimentado grandemente el influjo de la superior civilización griega, y que había logrado colocársela la cabeza de una fuerte confederación de ciudades unidas por el vínculo nacional; no solo carecemos totalmente, por lo que toca a la situación antigua de los romanos, de tradiciones no romanas, sino que para los mismos romanos el tiempo primitivo, oscuro y sin valor, tanto en lo que se refiere a su informe mundo divino, enemigo de la fábulas, como en lo que respecta a las leyendas jurídicas, perfectamente racionales, según sus crónicas, no obstante la forma narrativa que presentan; para los romanos mismos, decimos, este tiempo primitivo era el recuerdo de un estado de germen y comienzo. Esta nación masculina no andaba mirando atrás a su infancia. Lo cual no impide que, dentro de ciertos límites, podamos llegar a conocer la evolución del más poderoso Estado de la civilización antigua; pero como quiera que carecemos, tanto de informes y noticias de fuera como de tradiciones del propio pueblo, nos vemos obligados aquí, más que en ninguna otra materia, a inferir, en la esfera del derecho público y del privado, las huellas y vestigios del proceso evolutivo por el estudio del producto ya formado.
Cuanto más nos remontamos hacia atrás, menos equivalencia vemos existe entre los perjuicios u ofensas causados a la comunidad y los causados a los particulares ciudadanos, perjuicios estos últimos que nunca llegaron a subordinarse al concepto general del derecho penal; en la misma ciencia jurídica romana de los tiempos posteriores no se verificó sino de una manera incompleta semejante subordinación. La primitiva etapa del derecho penal fue aquella en que no se consideraban procesables más que los daños u ofensas causados a la comunidad. Los atentados a la comunidad exigen la autodefensa por parte de esta, tanto contra los enemigos exteriores como contra los interiores, contra los coasociados, los cuales, cuando la ofendan, han de ser tratados igualmente que se trata a los primeros. La equiparación del enemigo interior con el exterior, equiparación que se efectuaba perdiendo ipso jacto el primero su cualidad de ciudadano, fue desde un principio, y continuó siendo hasta los tiempos más avanzados, la idea primordial del delito público o contra el Estado. La autodefensa autoriza para destruir al enemigo; por eso se daba muerte igual a los prisioneros de guerra que a los traidores a la patria. El órgano de esta autodefensa era el magistrado: en el primer caso, en concepto de jefe militar; en el segundo, como depositario de la facultad de coercición ilimitada. Pero para el ejercicio de la autodefensa contra los enemigos exteriores, no era preciso que se demostrara de un modo especial la existencia de la enemistad; el hecho mismo de que tales enemigos no pertenecían a la comunidad romana era bastante para autorizar la aplicación del derecho de la guerra. Por el contrario, cuando se trataba de la enemistad de un ciudadano, se procedía a la pregunta relativa a su culpabilidad, o sea a la quaestio; el magistrado era quien la hacía, con lo cual empezó a existir un procedimiento penal, lo mismo si el dicho magistrado resolvía.por sí y ante sí, que si sometía a la decisión de la ciudadanía, según podía hacerlo desde los primitivos tiempos, aun cuando no tenía obligación de hacerlo, el punto relativo a saber si se perdonaba la pena de muerte a aquel que se había encontrado ser culpable de ofensa a la comunidad, o si se llevaba a ejecución dicha pena.
El magistrado tenía atribuciones para someter a un proceso al enemigo exterior que se hallaba prisionero y para tratarlo con benignidad mayor de la ordinaria, en determinadas circunstancias; pero no tenía obligación de presentarle la quaestio, de «interrogarlo», ni jamás resolvía tampoco la ciudadanía sobre si se le perdonaba o no; como en este particular no había base alguna que sirviera de punto de partida a un proceso evolutivo jurídico, tal proceso evolutivo no se verificó.
La autodefensa de la comunidad, o sea el sistema del derecho penal público, se aplicó después principalmente contra los ciudadanos que hacían cosas perjudiciales, exactamente iguales a las que hacían los enemigos exteriores, es decir, contra los desertores y los traidores a la-patria. A los que se añadieron también los autores de robos en los templos, los de hurtos de animales de la comunidad, los de daños causados en los edificios públicos y en las vías públicas. Hubo una época en que la comunidad se limitaba a defenderse a sí misma contra los*enemigos exteriores e interiores, o, según la locución romana, en que el magistrado no hacía más que ejercer su imperium en la guerra y su facultad de coercicíón en la paz, época en la que no existía un derecho penal propiamente tal, en el sentido antes expuesto. Así podemos figurarnos que estaban las cosas durante los reyes vitalicios, y así podemos representarnos que se colocaban de nuevo cuando, después de abolida la Monarquía, se. entronizaba a veces la dictadura, al principio de la República, sirviendo de modelo para el poder del dictador el que había correspondido anteriormente a los reyes.
El derecho penal público de los romanos traspasó estos rigorosos límites en unos tiempos que son para nosotros antehistóricos. Así como en los tiempos primitivos ha sido un hecho general dejar entregado al arbitrio discrecional del perjudicado y de los suyos el exigir o no y el exigir tanta o cuanta retribución por el daño u ofensa inferidos a un individuo particular, así también aconteció en Roma con seguridad en algún tiempo. Pero bien podemos decir que antes que empecemos a ver que se perseguían y castigaban de oficio ciertos actos que, además de causar perjuicio a algún individuo, ponían en peligro la seguridad pública, el orden jurídico de Roma lo había hecho ya así con respecto al homicidio de un individuo libre, al incendio, al hurto de cosechas y al cántico de canciones en desdoro de alguien. Todos estos hechos se nos presentan ya en las Doce Tablas, que es donde se detienen nuestras noticias, sin remontarse más allá, como delitos públicos, y del propio modo, en estos momentos no se encuentra ya vestigio alguno de la intervención de la persona principalmente ofendida, o de los miembros de su familia, para exigir la reparación de la ofensa al ofensor; de suerte que ya debía ser entonces un hecho perfectamente consumado el de la subordinación de la familia o gens a la ciudadanía general, tal y como la ley lo había ordenado. Los delincuentes de esta clase no eran considerados como enemigos públicos, ni se estimaba que la comisión del hecho punible les había hecho perder su derecho de ciudadanos; pero a todos se les perseguía y castigaba de oficio, y solo había la particularidad de que en estos delitos era general el empleo de la instrucción sumarial, de que en los delitos públicos propiamente dichos, o delitos contra el Estado, se prescindía con frecuencia por ser muy notorios los hechos punibles de que se trataba. La pena capital, impuesta en atención a la comunidad, podía recaer sobre el homicida y el ladrón de cosechas, lo mismo que sobre el desertor y el traidor a la patria.
Como ya se ha dicho, en Roma, en un principio, cuando se causaba daño o dolor a un particular, él mismo era quien había de tomar revancha, o, si no era libre, su señor había de vengarle. Y si no conseguía ejercer por sí la autodefensa, entonces había de pedir reparación con el auxilio de sus parientes, o habían de pedirla estos solos. Los límites divisorios entre la ofensa a la comunidad y la ofensa al particular pueden trazarse de muy diferentes modos. Despm's que el homicidio, el incendio y otros muchos hechos que pertenecieron en algún tiempo a la segunda categoría pasaron a formar parte de la primera, ya no hay que buscar en el campo restante para los delitos privados, al cual pertenecían singularmente casi todos los atentados contra la propiedad, aquel auxilio de la gens o grupo de parientes para pedir la reparación de las ofensas recibidas, que con seguridad existió en los tiempos primitivos, y que ni siquiera se encuentra ya en el derecho penal privado de las Doce Tablas. Pero que el ejercicio de la propia defensa era lo que constituía el fondo y la base de esta esfera del derecho penal, es cosa que resulta clara, teniendo principalmente en cuenta que todos los delitos cuya comisión no consistía ante todo en una ofensa contra la comunidad, tenían que ir dirigidos contra una persona que podía exigir su reparación, o para la cual podía ser esta requerida. Lo que solía llamarse daño en las cosas era, en sentido jurídico, daño inferido al propietario de estas, pues contra las. cosas, como tales, no podía existir delito. Cuando se trate del homicidio veremos que, con arreglo este principio, en los primeros tiempos no podía cometerse el delito mencionado contra los individuos sin libertad. Pero en el derecho posterior, cuando el homicidio fue considerado como un delito público, semejante concepción tuvo que desaparecer, y las acciones contra los esclavos fueron castigadas como daños inferidos a la comunidad.
En el derecho penal privado, además de la propia defensa, del propio auxilio, por el que uno se hacía a sí mismo justicia, existía la composición convenida entre las partes para impedir el empleo de dicho auxilio propio. Evidentemente, la composición era tan antigua como la injusticia privada y como la venganza privada; por tanto, era natural la existencia de tribunales de arbitros nombrados por las dos partes de común acuerdo. No menos natural resulta también el concepto de indemnización aproximada del perjuicio, convenida en esta forma, o sea, según las expresiones antiguas (p. 9), el concepto del damnum y el de poena.
Para llegar a esta composición intervenía el Estado, puesto que negaba a la víctima del delito la facultad de ejercer la autodefensa, y en caso de que no hubiese acuerdo entre las partes, se encomendaba el asunto a un tribunal arbitral, que había de establecer el Estado, con el objeto de que señalara la composición, la cual era, por lo mismo, obligatoria, igual para el dañador que para el dañado. Podemos, pues, sentar, tocante a la resolución del asunto litigioso por convenio de las partes, que el tribunal arbitral daba primeramente una decisión previa preparatoria, relativa al hecho sobre que se cuestionaba, es decir, relativa a la existencia y extensión del daño que se afirmaba haber tenido lugar, y en caso de que este laudo fuera desfavorable al demandado, se entregaba el asunto al arbitrio de las partes para que se pusieran de acuerdo en lo referente al importe de la indemnización.
Para llegar a esta composición intervenía el Estado, puesto que negaba a la víctima del delito la facultad de ejercer la autodefensa, y en caso de que no hubiese acuerdo entre las partes, se encomendaba el asunto a un tribunal arbitral, que había de establecer el Estado, con el objeto de que señalara la composición, la cual era, por lo mismo, obligatoria, igual para el dañador que para el dañado. Podemos, pues, sentar, tocante a la resolución del asunto litigioso por convenio de las partes, que el tribunal arbitral daba primeramente una decisión previa preparatoria, relativa al hecho sobre que se cuestionaba, es decir, relativa a la existencia y extensión del daño que se afirmaba haber tenido lugar, y en caso de que este laudo fuera desfavorable al demandado, se entregaba el asunto al arbitrio de las partes para que se pusieran de acuerdo en lo referente al importe de la indemnización.
Si el acuerdo se verificaba, el tribunal absolvía; solo en caso de no lograrlo era cuando pronunciaba una sentencia penal. Pero todavía no se había incorporado bien este sistema de la composición al derecho de las Doce Tablas. En el caso de apropiación indebida de una cosa ajena mueble —pues en el derecho más antiguo no se conocía la propiedad privada sobre el suelo—, el derecho de las Doce Tablas excluía la composición obligatoria cuando se tratara de hurto flagrante. Si el robado no se allanase voluntariamente a la composición, el tribunal condenaba al ladrón a la pena de muerte si fuese un hombre no libre, y si fuese un hombre libre, se le condenaba a ser entregado en propiedad al robado. La agravación de la pena que tenía lugar en el caso de ser cogido al ladrón infraganti, agravación que se armoniza mal con el concepto ético que servía ele base al delito, no debe referirse tanto a la fuerte necesidad de venganza que acompañaba al caso de referencia, como a la tendencia del legislador a impedir que el lesionado se tomara la justicia por su mano, cosa tan fácil dadas las circunstancias en que el delito se descubría; y debe referirse a esta tendencia, por cuanto, aun en el caso de que se invocara la intervención del tribunal, era posible que este impusiera la pena capital. Contra el ladrón a quien se le probara por cualquier otro medio la comisión del hurto, es decir, en la grandísima mayoría de los casos, la ley de las Doce Tablas prescribía la composición obligatoria, pero mandando que el damnificador indemnizase al damnificado el doble del importe del perjuicio causado. Aquel a quien se le ofrecía este pago tenía que aceptarlo, y al que no pudiese pagar se le trataba lo mismo que a cualquiera otro deudor insolvente. La gran lenidad usada contra el delincuente en este caso contrasta con el excesivo rigor del derecho que en Roma se aplicaba a los deudores.
Con respecto a las lesiones corporales producidas a un hombre libre, y a los daños causados en las cosas ajenas, ambos los cuales hechos estaban englobados en el derecho de las Doce Tablas bajo el concepto único de «injusticia» (iniuria), la ley excluía también la composición obligatoria siempre que se presentara el caso más grave, el de la mutilación de un hombre libre; si el perjudicado lo reclamaba, el tribunal, en nombre del Estado, podía autorizarle para tomarse la justicia por su mano y tratar al dañador conforme al siguiente principio: «hago contigo igual que tu has hecho conmigo»; enteramente lo mismo que acontece ahora en nuestra nación, donde se comienza a volver a los procedimientos bárbaros con el llamado tribunal del honor, con el duelo. Para todos los demás delitos de esta clase era obligatoria la composición.
Claramente se reconoce que estos principios son los restos últimos de un sistema antiguo en que se consideraba perfectamente justo que el robado diera muerte al ladrón o lo convirtiese en cosa de su propiedad, y que el que hubiera sufrido algún perjuicio en su propio cuerpo o en sus bienes mutilara por su parte o golpeara al dañador o le destruyese sus riquezas, pero donde también se consideraba lícito el acudir, en lugar de a los dichos medios, a los más suaves del perdón o de la composición. Este sistema podemos hacerlo remontar a aquella época en que el derecho penal privado se consideraba como parte de la punición doméstica; sobre todo* con respecto a los individuos que carecían de libertad desde el punto de vista político, y también con respecto a aquellos otros que no eran libres desde el punto de vista del derecho privado, pueden muy bien haber tenido aplicación efectiva tales principios. Compréndese perfectamente la imposibilidad de resolver la cuestión tocante a saber hasta qué punto las costumbres trasformaran desde bien pronto el antiguo sistema, o si esa trasformación no tuvo lugar hasta las Doce Tablas. No es inverosímil que en este Código se encontraran, en lo esencial, ya existentes de antes los preceptos que luego él no hizo sino repetir, y que no deban atribuirse a los decemviros sino el cambio de las multas en animales por multas en dinero y el haber dado a estas últimas el nombre de poenae, denominación tomada de la lengua griega (p. 9) y muy íntimamente ligada con las referidas multas en dinero. El dato según el cual veinte años después verificóse, por medio de una ley, análogo cambio en la multa impuesta por coercición, dato acreditado históricamente, da bastante motivo para sospechar que los decemviros encontraron ya vigente el sistema del pago o indemnización obligatoria en materia de derecho penal privado y que ellos se limitaron a cambiar unos medios de hacer el pago por otros.
Desde el punto de vista procesal, la persecución de los delitos, considerada en su sentido más amplio, era una parte del poder de los magistrados, esto es, del imperium, tanto si se ejercía en concepto de coercición como si se ejercía en concepto de judicación o jurisdicción.
La coercición, y el procedimiento penal público a que la misma dio origen, eran un procedimiento puramente inquisitivo, sin presencia de partes, procedimiento que sufrió posteriormente la restricción derivada de una ley que permitía acudir a los Comicios para pedir gracia de ciertas penas. En materia de jurisdicción funcionaba el magistrado, y más tarde el jurado, como tribunal arbitral, cuyo fallo era jurídicamente obligatorio. La coercición, que llevaba inherente el mando militar, el imperium de la guerra, y la jurisdicción, que pertenecía al régimen de la paz, eran dos mitades del mismo todo. En el imperium del rey y en el de los primeros cónsules, se nos presentan inseparables la una de la otra; en el imperium del dictador, predominaba la coercición, y lo propio en el de los cónsules después de introducida la pretura; en el imperium del pretor, por el contrario, predominaban las facultades jurisdiccionales, y lo mismo en el del censor y en el de los magistrados municipales. Mas, aun después de separadas las partes del imperium, continuó haciéndose valer la idea de la unidad del mismo en este punto; pues, en efecto, si al dictador y a los cónsules de época posterior les estaban negadas por la ley las facultades jurisdiccionales, en cambio, siguió correspondiéndoles aquella jurisdicción que no lo es propiamente, la llamada jurisdicción voluntaria; por el contrario, al pretor no se le privó del mando militar, pero solamente se le confiaba su ejercicio en casos de necesidad y en concepto de función accesoria a la suya propia, y tanto él como el censor y como los magistrados municipales conservaron aquellas facultades" coercitivas que se estimaban indispensables para el ejercicio de la jurisdicción entre partes o entre la comunidad y un ciudadano.
La trasformación del antiguo procedimiento penal de los Comicios con el magistrado en el posterior procedimiento por quaestiones no consistió, sustancialmente, en otra cosa que en sustanciar los delitos públicos en la misma forma en que se hacía uso del procedimiento privado, pues, por una parte, se concibió el juicio como una controversia jurídica entre la comunidad y el inculpado, y por otra, una vez que fue regulada la representación de la comunidad, el procedimiento por jurados se aproximó mucho al que usaban los Comicios, ya que el jurado único o el pequeño tribunal de los recuperatores fue remplazado por grandes colegios de jurados, y la presidencia de estos grandes colegios le fue encomendada a un magistrado.
En la época del Imperio, además de haberse restablecido, si bien con modificaciones, el antiguo procedimiento penal de los Comicios con el magistrado, como aconteció con el alto tribunal senatorioconsular, hubo también de resucitarse con el tribunal del emperador el primitivo procedimiento en que no intervenía nadie más que el magistrado, es decir, la coercición originaria de este, donde no se daba participación alguna, ni directa ni indirecta, a la ciudadanía: tribunal que fue poco a poco absorbiendo toda facultad de conocer, tanto en los juicios senatorio-consulares como • en los que se sometían al procedimiento de las quaestiones y al procedimiento propio de los delitos privados, y esta absorción fue debida, en primer término, al ejercicio del derecho de fijar el papel que las partes habían de desempeñar como tales en el procedimiento acusatorio, y en segundo término, a la abolición de la intervención de las mismas, remplazándola con la cognttio.
1 comentario:
es gracioso
justo necesito el capitulo uno, solo ese capitulo >.<
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